Una travesía sin cartas de navegación

Todo esto -como la erradicación del analfabetismo, las conquistas laborales, la igualdad de género en derechos y tantas otras cosas-, se ha conseguido mediante un único procedimiento: empujar hasta conseguirlo y después, seguir empujando. Ha sido a pulso y continuará siéndolo, por más que la inexplicable nostalgia de un tiempo pasado que siempre fue más horrible que el actual se haya convertido en una de las fuerzas más poderosas de cuantas ahora mismo mueven el mundo: que todo vuelva a ser como antes. No va a pasar. No es posible y, sobre todo, no es deseable.

Estamos ya en 2024 y por el camino también se han perdido cosas, como el sosiego que proporciona una existencia a la que la religión daba sentido y que ahora se nos revela tirando a absurda. Con todo y parafraseando a Woody Allen, se podría decir que una vida carente de sentido es una experiencia vacía, aunque como experiencia vacía, es de las mejores. Hemos pasado de hacer nuestro periplo vital con un rumbo, da lo mismo si imaginario o no, a navegar sin brújula, sin cartas y sin luces. Pero al menos, navegamos.

Lo peor del presente es el futuro. Con todos sus problemas, el presente no está pero que nada mal; es esa birria de futuro que imaginamos el que nos lamina y quizás el problema no sean tanto todos los indicadores como nuestras impotencias. El mundo cambia sin parar, pero no logramos que lo haga en la dirección deseada, así que si no podemos cambiar la realidad, algunos optan por cambiar su relato. Y ahí aparecen los monstruos. Cuando nació este periódico, parecía que los humanos íbamos hacia un futuro, quizás un espejismo, pero es que desde hace un tiempo la sensación es la de que el futuro se nos viene encima. La realidad está siempre al servicio; nosotros seguimos al resto.

Y luego está el tema del tiempo y las energías que dedicamos a analizarnos a nosotros mismos, con un fanatismo salafista. De ahí que prosperen tanto los autodefinidos que no interesan a nadie -«yo es que soy así», «yo es que soy 'asao'», «he decidido ser yo mismo», «es que mis sueños eran...», «he optado por dar mi mejor versión»-. Probablemente somos la generación con más individuos dedicados a reflexionar sobre sí mismos. Elige una marca y compra, sí, pero también elige una identidad y consúmela hasta el filtro.

El peatón del siglo XXI vive inmerso en un maremágnum de palabras que construyen sermones y decir la verdad ya no es un valor tan imprescindible como defenderse de la mentira. Y aquí la única herramienta eficaz es, con todos sus déficits, la información. O si no, que alguien diga cuál es la alternativa. En el terreno del aprendizaje, los niños van muy por delante de nosotros. A diferencia de los adultos, que nos tragamos cualquier discurso, no hay manera de que los pequeños hagan lo que se les dice: prefieren imitar lo que ven hacer. Digamos que practican el fact-checking sistemático, escuchan poco, pero se fijan en todo y si los padres les dicen que la lectura es muy buena para formarse como personas y crecer en valores, pero en casa no ven que nadie la practique, el consejo cae en saco roto.

Cuando nació el DV, mi madre tenía cuatro años. En mi casa nunca ha faltado el periódico. A día de hoy, aún lee, incluso lo que yo escribo, y con cierta frecuencia, al hilo de estos artículos, me comenta: «Vaya rollos escribes». Cada día intento que no tenga razón, pero es probable que sin éxito.