
Del túnel al puente
Se han cumplido trece años del cese definitivo de ETA, cuando Gipuzkoa salió por fin del largo túnel del terrorismo. El país ha comenzado a construir los puentes tras años de discordia

La tensión identitaria se ha amortiguado pero la reconciliación a largo plazo aún depende de que la izquierda independentista, reciclada al posibilismo, haga una autocrítica de lo que fue ETA. La apuesta ética es pasar la página del pasado habiéndola leído primero. El futuro no está escrito pero por primera vez Euskadi lo afronta sin el trágico fantasma de las guerras civiles que le persigue desde la primera contienda carlista en 1833.

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or primera vez, Gipuzkoa afronta el futuro de sus generaciones sin el fantasma de las guerras civiles que le asola desde que en 1833 estallara la primera carlistada con el conflicto dinástico como telón de fondo. ETA fue, en gran medida, la última herencia de la intransigencia política, el último vestigio del integrismo que fue en su día fuerte entre nosotros. Hace 13 años finalizó el terrorismo, tras un proceso de implosión interna en la que, además de la presión policial y judicial, fueron determinantes su agotamiento social y el cansancio de su propio mundo.
Fueron años tremendos con un balance de 853 asesinados por ETA. La intimidación se adueñó del país, golpeó a los empresarios, se cebó con policías, militares y ertzainas, acosó a los periodistas y profesores de universidad, hostigó a los cargos públicos, en especial del PSE y del PP. Y, sobre todo, generó un gran sufrimiento inútil, que no lograría ninguna de sus reivindicaciones históricas. ETA quiso imponer un proyecto totalitario que negaba la pluralidad de la sociedad vasca y tenía la cobertura política de la izquierda abertzale que había salido de la dictadura de Franco con un discurso de ruptura radical. La violencia lo impregnó todo. Al principio fueron solo los 'objetivos' de las fuerzas de seguridad y de las Fuerzas Armadas. Luego el abanico de potenciales dianas se amplió de manera perversa. Contaminó algunos movimientos sociales, deslegitimó la figura del empresariado vasco, al que amenazó y persiguió con saña. Intentó socavar la libertad de expresión y atentó contra los representantes de los partidos no nacionalistas. Dividió a familias y a cuadrillas de amigos. Fue un disolvente de todos los valores.
El fin de ETA transformó el panorama. La sociedad guipuzcoana, y la vasca, han cambiado. El deseado fin de las armas ha 'liberado' el debate de las ataduras de la muerte y la intimidación y se han comenzado a construir puentes en la sociedad. Lentamente porque, a pesar de la apuesta por la política democrática, el mundo de la izquierda independentista se resiste a hacer una profunda autocrítica de lo que fue el terrorismo de ETA. Mientras no se culmine esa tarea, la reconciliación necesaria seguirá coja. Mucha gente aún no ha culminado su duelo.
El contexto se ha alterado drásticamente. Ni la política ni el nacionalismo se viven con la intensidad ni el compromiso de hace unos años. La mayoría de la sociedad es política y sociológicamente nacionalista pero a la vez las encuestas de apoyo a la independencia muestran un respaldo bajo mínimos. La conclusión de esa paradoja es que la política y la identidad han entrado en un ámbito de la privacidad. Los dogmas de antaño se han sometido a la licuadora del relativismo. La sociedad es más compleja, vive la diversidad de identidades con menores prejuicios que en el pasado, con un peso menor de la influencia de la Iglesia Católica que ha ejercido siempre un notable peso a través de los colegios religiosos privados. Muchos de ellos abiertos en Gipuzkoa a comienzos del siglo XX, cuando las órdenes religiosas francesas fueron excluidas de la enseñanza en virtud de las leyes laicas de la III República Francesa y se afincaron en San Sebastián y en las principales localidades guipuzcoanas. De Francia venían la Ilustración y las ideas de las Luces, y también los frailes en las aulas. El proceso de secularización ha sido imparable y ha cambiado por completo el paisaje.
La mutación del ADN vasco es de una elocuencia apabullante. Es como si el invierno demográfico que afecta a Europa -y que dibuja a la vasca como una sociedad de las más envejecidas del continente- hubiera forzado por fin a pasar la página de la eterna adolescencia reivindicativa y disconforme. La 'rebeldía' vasca se convirtió en un fenómeno de 'moda trending'. La salida del franquismo, que no fue fruto de una ruptura sino de una reforma pactada, fue expresión de distintas tensiones sociales y políticas acumuladas durante años en los que la 'prosperidad' del país y el carácter emprendedor de sus élites iban parejas a la miseria moral de una violencia de persecución política e ideológica. La ola posibilista lo invade todo entre otros motivos porque la misma sociedad se ha hecho eminentemente pragmática. Lo que pesa es el precio del euríbor, la subida o bajada de las hipotecas, el imparable aumento de los alquileres o las insoportables esperas, por falta de médicos, en los servicios de Urgencias de Osakidetza. Lo que inquieta es la percepción de falta de seguridad en algunos barrios.
Es la época del surf, el deporte de moda en las playas vascas desde comienzos de los años 80 del siglo pasado. El surf, también, en la política. Cuarenta años después de la puesta en marcha de la vía estatutaria, es la hora también de un balance retrospectivo y una mirada hacia el futuro. El nacionalismo institucional fue, con el concurso del PSE, artífice del edificio de la autonomía y ha logrado, también gracias al Concierto Económico, un modelo de país puntero en la España autonómica, con un nivel de desarrollo económico y protección social similar al de los países nórdicos.
Desaparecido el terrorismo, la normalización de la convivencia ha avanzado de forma considerable, pero la herida del país sigue abierta y supurando y aún costará que llegue una nueva generación para zanjar el dolor. Eso sí, corremos el enorme riesgo de la amnesia ética y que frente al equilibrio entre memoria y olvido que reivindica Jesús Eguiguren para cerrar el capítulo, nos dediquemos a mirar al porvenir sin tacto y sin sensibilidad con las víctimas de la sinrazón. Es decir, corremos el enorme peligro de pasar la página antes de leerla en voz alta. O sea, sin mirarnos por dentro y descubrir el fondo de anomalía moral que no ha terminado de cicatrizar.
A la vuelta de la esquina se agazapan los vientos del extremismo que amenazan la democracia liberal. Euskadi no es un oasis libre de las ideologías tóxicas
Por lo demás, sea fruto o no de esa banalización del terrorismo y sus secuelas que se ha esparcido entre las rendijas de nuestro modelo de convivencia, el país y el territorio han despegado hacia el futuro con una extraordinaria fuerza. El problema de la vivienda, la gestión del servicio de salud y el estructural coste de la vida se han convertido en los problemas más relevantes de los vascos y de las vascas y relegan otras cuestiones como la ideología o la identidad. Para unos, los más optimistas, como el escritor Bernardo Atxaga, la sociedad vasca ha logrado elevarse del suelo unos centímetros del alivio que siente al haber desaparecido el factor ETA, una sombra siniestra que condicionaba la vida en múltiples aspectos y que envenenaba las relaciones sociales. No fue hace tantos años cuando toda una generación lanzaba los jerseys al aire cantando una canción que hacía alusión al asesinato del almirante Luis Carrero Blanco, vicepresidente del Gobierno con el dictador, en 1973. O cuando la canción 'Sarri sarri' era bailada frenéticamente en muchas verbenas y fiestas de localidades vascas por parte de muchos jóvenes, en recuerdo de la fuga de Joseba Sarrionandia de la cárcel de Martutene.
En el pasado, el libro 'El laberinto vasco' de Julio Caro Baroja ilustraba la complejidad del país para entender sus frentes cruzados. Una coctelera en la que se mezclaba el integrismo antiespañol, los viejos tabúes del nacionalismo, la guerra sucia de Estado contra ETA, el miedo de la mayoría, la inhibición de una parte muy importante y la cobertura de una minoría no marginal completaban el lienzo.
El país despega con sus contradicciones a la espalda. La inmigración y el turismo han cambiado la fisonomía de nuestras ciudades. Los migrantes forman parte de la geografía urbana. La presencia en la hostelería o en el servicio de atención a la dependencia o a los mayores es muy elevada. Las mujeres latinas son las nuevas asistentas que a comienzos del siglo XX eran 'las chicas de la provincia' en la Donostia de la Belle Époque. Ha cambiado el color de su piel y su acento pero no su función social en el sistema de clases. De ser un taller industrial el territorio ha pasado a ser un souvenir, un parque temático de monte y playa o un restaurante con las mejores exquisiteces para las élites anglosajonas que disfrutan del lujo y del turismo en pantalones cortos y con las tarjetas VISA a pleno rendimiento.
De la imposición por parte de ETA de 'un proyecto político totalitario', negador de la pluralidad, al conjunto de la sociedad vasca, hemos pasado a lo que el antropólogo zumaiarra Joseba Zulaika diagnosticaba en el año 2000 en su libro '¿Enemigo? No hay enemigo'. El militarismo ha ido lentamente dando pasos en su deshielo aunque ha costado demasiado tiempo que su órbita civil se resquebrajase. El resultado nos muestra un país aún muy paradójico. Las tesis socialdemócatas se han convertido en el discurso políticamente correcto. Hace unos años, declararse 'socialdemócrata' era firmar la sentencia de muerte en un pelotón de ejecución de la Inquisición de la izquierda pura. Hoy vemos un país desmovilizado, con una desafección hacia la política que bate récord, con los políticos convertidos en los chivos expiatorios y los partidos percibidos como la fuente de casi todos los problemas. Con muchos jóvenes que, con salarios muy justos o precarios, no pueden independizarse ni emprender un modo de vida libre e independiente porque tienen serias limitaciones para adquirir o alquilar una vivienda. Con otros que han decidido emigrar, proyectando una perniciosa fuga de talentos que vacía los centros turísticos de las ciudades y los convierte en crecientes balnearios de la tercera edad, con tiendas orientales y franquicias por doquier, en una 'globalización' que desgasta de forma alarmante nuestra identidad urbana. Mientras, la tercera edad se empeña en realizar contra viento y marea el Camino de Santiago pese a que las lesiones de los peregrinos pueden resultar disuasorias. El espíritu de aventura de los vascos es un producto de enorme aceptación social. Por algo será.
Los seminarios se han vaciado y los gimnasios están repletos. Son los nuevos lugares de socialización. El poteo tradicional ha entrado en cierto declive aunque el aperitivo y el tardeo están fuertes y las aplicaciones para ligar están a la orden del día. En esto nos parecemos al resto del entorno occidental. El país se ha transformado de forma muy visible. El uso del euskera ha avanzado de una forma notable, sobre todo entre las nuevas generaciones, a pesar de que los expertos en la normalización lingüística hablan de retroceso social.
La otra gran revolución ha sido la de la mujer. Pese al drama de la violencia de género y de que el machismo vuelva a crecer entre las nuevas generaciones como 'reacción' a las conquistas igualitarias de los últimos tiempos, las mujeres se han empoderado y va a ser muy difícil una vuelta atrás. Entre los jóvenes, las ideas rebeldes de antaño conviven ahora con un extremismo ultra en lo ideológico, que muestran el avance de la derecha populista de muchos adolescentes desesperados por la falta de expectativas y de los más mayores atemorizados por un incierto porvenir.
El temporal del populismo extremista empieza a golpear con dureza en las costas del sistema. Y Euskadi no es una isla al margen de ese peligro. Si históricamente el ultranacionalismo se convirtió en Euskadi en un espacio espeso de intolerancia, la amenaza ahora que viene del Este y del Norte de Europa se ha transformado en una ola de insolidaridad que corroe el alma continental. Se resquebraja un cuadro sólido de valores compartidos ahora que la cultura del esfuerzo y la disciplina de nuestros mayores han perdido el fuelle. Antes se ponía al trabajo en el centro, lo que suponía vivir para trabajar, y no al revés. Habrá quienes piensen que el hedonismo ha ganado esta batalla, pero puede que simplemente se trate de un peldaño más en la lucha por la felicidad que los hombres y mujeres libran desde siempre.
A veces es bastante difícil percatarse de todo ello por la trepidante velocidad de las cosas. Todo va muy deprisa, sin tiempo para apreciar la sencillez deliciosa del 'slow life'. Es el declive de la democracia liberal, incluso en el convulso tablero político vasco en donde el final de ETA permite abrigar una nueva etapa de esperanza y de progreso, de libertad y de respeto al 'diferente'. El tiempo de las certezas es un tren que ya ha pasado pero el instinto de supervivencia es un acicate que nos mantiene despiertos.
Créditos
-
Ilustración Iván Mata
- Temas
- 90 años contigo
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