Familia Uribarre-Juantorena | Barrio de Udala, Arrasate

«En esta familia nos necesitamos los unos a los otros»

Los nuevos modelos de familia han ido cambiado la composición de los hogares vascos, y la tarta se reparte entre las parejas sin hijos y los hogares donde solo hay una persona, que representan el 52% del total frente al 33,3% de las parejas con hijos, según los últimos datos del Eustat. Nuestros protagonistas saben que su foto de familia resulta cada vez más difícil de encontrar -viven bajo el mismo techo e incluso hace unos años también residían con sus tíos y primos, y comen y cenan todos juntos a diario- y se sienten «orgullosos» de todo lo que han creado a su alrededor. «Creo que hoy en día no se comparte tanto, pero es un poco la filosofía del caserío», afirma Amaia, quien rescata los primeros recuerdos de la historia familiar.

«Esto era un caserío, mi abuela Josepa creció aquí. Eran siete hermanos, bajaban a Mondragon a trabajar en la fábrica y mi abuela se buscaba la vida vendiendo leche por la calle y productos de la huerta que cultivaban. Se iba en burro, con un cesto, porque en aquel entonces no había ni carretera, era todo barro y esto estaba aislado. ¡Traían el agua en cisternas! También tenían animales y aquí, donde estamos, esto era la cuadra», recuerda señalando el pequeño salón donde conversamos. «La abuela se enamoró de mi abuelo, un navarro que andaba talando pinos por un trabajo que vino a hacer y fue él quien le dio la idea de montar el bar. Entonces la abuela, que era una chavalilla, se fue a Vitoria a trabajar para una familia de abogados. La señora que guisaba para todos enseñaba a las sirvientas y así es como aprendió a cocinar. A su vuelta empezó con el bar, luego comedor, después montó la pensión, se construyó la piscina... y hasta ahora». El cariño con el que Amaia resume 55 años del legado de sus antepasados se palpa al instante. «Esto es una pasión en común, hay un sentimiento por detrás. Es un proyecto que nos ha venido, pero requiere a su vez de mucho esfuerzo, compromiso y sacrificio. Mis tíos también han trabajado mucho y mi abuelo estuvo planchando servilletas hasta los 90 años».

En esa época, cuando lo poco que había se repartía entre los animales y la casa, se trabajaba sin descanso. Los hermanos Uribarren-Juantorena saben que su apellido es sinónimo de gente trabajadora y servicial. «Siempre hay algo que hacer», subraya su madre con mano firme. «Todos» se parten el lomo a trabajar; «aquí somos los primeros en entrar y los últimos en salir» y cuando no están cocinando, están limpiando las habitaciones de los huéspedes, atendiendo las reservas, cerrando contratos con los proveedores o cuidando de los animales -gallinas, cabras, ovejas y vacas- y de la huerta, donde plantan tomates, patatas, guisantes o vainas que después formarán parte del menú del restaurante. Tiene una capacidad para 180 personas y «en una jornada de comida de mediodía se te pueden juntar 120 personas fácil, sin contar las terrazas de fuera», destacan.

Mientras tanto, en la cocina, el guiso coge sabor a fuego lento aunque «a mí me gusta más la repostería», apunta Kontxi mientras explica cómo ha ido la cosecha de la alubia. El tiempo no ha acompañado y «no ha sido la mejor», añade desgranando las vainas sin quitarse el delantal. Después terminará el guiso y uno de sus platos estrella, la menestra. Aunque las recetas de puchero de la ama «es lo que más gusta», alaban todos alrededor.

Esta mujer ha sido la encargada de mantener en pie un hogar en el que han crecido sus hijos, nietos y sobrinos, y de que las tradiciones perduren en el tiempo. Todos han aprendido a arrimar el hombro, hasta la pequeña Inge. Quiere ser «cocinera», hace saber mientras termina sus deberes en una mesa del bar junto a su aitona, Martin. Su nieto, también Martin, «por su abuelo y su tatarabuelo», prefiere ser «futbolista» aunque su ama, Maite, le tiene enseñado que siempre puede ayudar a alguien en sus tareas. Su deseo es que sigan con el negocio familiar, que no deja de ser su hogar. «Al final la cocina de nuestra casa ha sido la cocina del restaurante y la sala ha sido el bar», comenta la mayor de los tres hermanos, incapaz de concebir su vida si no es ligada a estas paredes.

Las celebraciones de cumpleaños son sagradas. «Se celebra con tarta, velas y todo. Invitábamos a los abuelos, a los tíos... venían todos. Y las Navidades representan días muy especiales y se respeta mucho, de hecho si a alguien se le ocurre irse por ahí de viaje le cae bronca de la ama. El día de Santo Tomás también es muy especial. Aunque es día de trabajo para nosotros, coincidía con el cumpleaños de nuestra abuela paterna. Íbamos a la feria, comíamos con ella...», añoran. Claro que no todo es de color de rosa y en ocasiones «saltan chispas». «Cada uno tenemos nuestro carácter, y por supuesto discutimos y hay momentos muy tensos, son muchas horas juntos», admiten. ¿Y en qué familia no los hay?

Cada esquina está repleta de recuerdos y el rincón favorito es «la cocina», donde lo celebran «todo». «Hay un banco donde se sentaba la abuela y eso no se quita. Y por supuesto cada uno tiene su sitio en la mesa», comentan alrededor de una bandeja de croquetas recién hechas, chorizo y revuelto de setas, para rematar con una generosa ración de queso, dulce de manzana y nueces que hacen la boca agua cuando nos invitan a la mesa. «Este es un sitio muy familiar y para nosotros, que sigan viniendo generaciones es súper gratificante», agradecen desde este antiguo caserío del siglo XVI, envuelto en un paisaje de niebla, en plena falda del monte Udalaitz, donde el tiempo parece detenerse