Garbiñe Landaberea | 93 años

De cuidar a ser cuidada en una residencia

Garbiñe es la tercera de cuatro hermanos -tres chicas y un chico- y su historia está muy ligada a la de su familia que, matiza, «ha sido muy liberal para la época que era». Nueve décadas, como este periódico, que recorren la evolución social de Gipuzkoa. De jovencita tuvo varios trabajos. Junto a una de sus hermanas, compró una máquina de coser y durante un tiempo se dedicaron a hacer chaquetas de punto. Este negocio cesó cuando su hermana se casó y Garbiñe tuvo que reinventarse. Sola no daba abasto. Casualidades de la vida, a través de una amiga supo que un médico psiquiatra «necesitaba una persona para atenderle el despacho». Su primera reacción fue rechazar la oferta, «porque no era enfermera, pero en realidad se trataba de un trabajo administrativo, de oficina, y empecé con él», recuerda. Estuvo ocho años, hasta que se casó con el que luego iba a ser el padre de sus hijos.

«Era otra época», explica Garbiñe mientras se acerca a su andador, de donde lleva colgado el bolso y una botella de agua, «porque me han dicho que tengo que beber mucho». Y continúa con sus recuerdos: «Antes, cuando te casabas, la mujer dejaba de trabajar y pasaba a dedicar su vida a la familia y al cuidado del hogar, una realidad muy diferente a la actual». A ella, que rompió todos los esquemas de la época y contrajo matrimonio a los 38 años en vez de en la veintena como era lo habitual, le pasó también. No lo pudo evitar, porque inconscientemente la vida le llevaba a eso. Tuvo dos hijos y durante mucho tiempo se dedicó a criarlos, además de a cuidar de sus padres. Sin ir más lejos, cuando se casó, junto a su marido se mudaron a casa de su ama y su aita. «Ellos habían hecho lo mismo años atrás y me parecía lo más normal. Lo hacía feliz».

Primero falleció su padre y, al tiempo, su madre enfermó. «Yo les cuidé», admite ella. Sin embargo, no ha querido esa «hipoteca» para su hijo, apostilla. «Con mi madre era diferente. Nos sentábamos juntas a la noche, veíamos la televisión... Como yo no trabajaba, llevábamos una vida en común», dice. Pero ahora «las cosas han cambiado mucho». Garbiñe se quedó viuda a los 72 años y tiempo atrás perdió a uno de sus hijos, cuando él apenas tenía 22 años. «Siempre he dicho que sola estoy fenomenal, que no quería a nadie. Nunca he tenido miedo a caerme o a que me pase algo en casa», insiste. «He vivido mucho tiempo sola y no me hallaba cuando alguna noche iba a casa de mi hijo Aitor. Se tenían que acostar pronto para trabajar el día siguiente y a primera hora se iban. Yo, en cambio, quería ver la telenovela antes de dormirme... Son otros ritmos».

Desde que se quedó viuda hasta los 80 años, aproximadamente, vivió sola. «Me apañaba perfectamente. Pero mi hijo no estaba tranquilo». Entonces, probó a tener ayuda en casa, una persona que le hacía «compañía y ayudaba con la limpieza del hogar», si bien Garbiñe seguía cocinando porque «era muy autónoma», subraya orgullosa. «Incluso todavía me subía a las escaleras a limpiar los cristales». Ya no salía tanto de casa, pero seguía yendo a tomar algo o a comer con una de sus hermanas -los otros dos fallecieron- y con su sobrina. También con su hijo y sus nietas. Llegó la pandemia, el encierro y cuando se pudo salir empezó a darle «todavía más pereza». Tuvo además varios cambios de asistenta. Un día, con 90 años, la chica que entonces le ayudaba le avisó que dejaba el trabajo. Tenía quince días para buscar a otra persona o tomar una decisión sobre su futuro. «De repente, lo acepté. Podía haber vuelto a tener ayuda en casa pero me cansé del cambio de personal. Llamé a mi hijo y le dije que quería ir a una residencia», cuenta sin añoranzas.

Aclimatarse a su nuevo hogar «no fue fácil», admite. Por bien cuidada que estuviera, echaba de menos la rutina, sus paredes, sus costumbres, las vistas desde su ventana... «Todo». Pero el tiempo, y de eso Garbiñe sabe mucho, resultó ser la mejor medicina. Hoy dice estar «feliz» y disfrutar de la vida. Su rutina empieza a las nueve y se acuesta sobre las diez y media. No se salta su ración de lectura diaria. ¿Y algún secreto más? «El destino y la genética», pero también «la cabezonería», bromea. Garbiñe se pone pequeños retos, y ahora tiene uno que no falla. Cada noche, antes de acostarse, llena «hasta arriba» el vaso de agua con el que se toma las pastillas. Se da una vuelta por la habitación con él en la mano «sin que caiga ni una gota. Es la muestra de que estoy bien, con buen pulso. No sé qué pasará el día que esto falle», ríe y sigue caminando.