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Dos agentes de la Ertzaintza, encargados de la protección a mujeres maltratadas, vigilan a una chica en Donostia. Usoz

«Llegué a desear que me dejara un ojo morado para que alguien se diera cuenta»

Día contra la Violencia Machista ·

Amaia empieza a vivir después de una década sometida al infierno de su exmarido. Está en la cárcel condenado por agresiones hacia ella y hacia uno de sus dos hijos. «Abrí los ojos el día en que pegó al crío»

Arantxa Aldaz

San Sebastián

Lunes, 25 de noviembre 2019, 06:12

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Amaia puede ser la vecina de al lado. Guipuzcoana, independiente, con trabajo, sale y entra con sus amigas cuando quiere, le gusta viajar. Y se enamora como cualquier chica de su edad, pero del hombre que le ha hecho vivir, a ella y a sus dos hijos, un infierno de más de una década del que ahora empiezan a salir. No es una mujer mayor, sumisa, sin dinero, sin vida y sin familia, que acaba en urgencias de un hospital por los golpes de su marido, como dibuja el imaginario colectivo cuando se habla de una mujer maltratada. «Yo no encajo en ese prototipo», dice en un momento de su asfixiante relato, «incómoda» todavía bajo la etiqueta con la que no se siente identificada -«me siento degradada, inútil, estúpida»-, a pesar de que comparte un drama idéntico al de miles de mujeres víctimas de la violencia machista. Un noviazgo «idílico», las primeras señales de hostigamiento, un maltrato psicológico, y la violencia verbal y física instalada en casa, encogida de pánico, sin denunciar «por miedo a lo que nos hiciera a mí y a mis hijos». «Llegué a desear que me pegara, que me dejara un ojo morado y fuera visible, para que me reconociesen, y yo a mí misma, como mujer maltratada», cuenta sin sollozos, ni palabras entrecortadas pero con una inquietud palpable en sus manos y gestos en continuo movimiento.

Le cuesta pronunciar las palabras maltrato o víctima. Ella es una de las mujeres que viven protegidas por la Ertzaintza en Gipuzkoa. Los agentes realizan un trabajo de vigilancia en la rutina diaria de Amaia. Son una sombra más o menos discreta -pueden ir de paisano o con uniforme- cuando ella lleva a sus hijos al colegio, cuando va a trabajar, cuando entra al portal. Le protegen de su exmarido, que ahora está en la cárcel por varias condenas, una de ellas, la agresión a su propio hijo, al que no puede acercarse por orden judicial. «Abrí los ojos cuando agredió al crío».

Se ahorra muchos detalles para no ser identificada. «Le recuerdo corriendo detrás de él por la casa, el crío escondiéndose, le zarandeaba, le agarraba y le empotraba contra la pared, porque 'era muy rebelde y había que corregirle', decía. Un día acabamos en el pediatra de urgencias. Él nunca me había acompañado ni a las ecografías, pero aquella vez vino. En un momento en que salió fuera de la consulta porque le llamaron por teléfono, la pediatra preguntó cómo se había hecho ese golpe. Y el crío respondió:

- Me lo ha hecho mi padre.

- ¿Jugando?, inquirió la pediatra.

- No, queriendo.

Aquella frase heló la sala y supuso un antes y un después. «O le denuncias tú o lo denuncio yo», recuerda Amaia que le dijo la médico, en la consulta ya a solas. Ese día de hace ya varios años acabó en la comisaría donde hoy está contando su testimonio, apoyada por una agente de la Ertzaintza de la sección de violencia de género y el responsable de seguridad ciudadana.

«¿Por dónde empiezo?». Amaia coge aire y habla de un tirón. Rápida, con ganas de contar su testimonio «para ayudar a otras mujeres, para decirles que no se queden en casa, que rehagan su vida, que se puede salir». Le gustaría «estamparle en la cara» a su expareja este relato, en el fondo de superación. También quiere aprovechar para agradecer la protección policial de la Ertzaintza. «A mí me han ayudado más que el psicólogo de servicios sociales, con el que yo al menos no he tenido buena experiencia. Aquí me escuchan, y hasta nos reímos. Siempre están cuando les necesito», un gesto que enmudece a los dos agentes presentes en la conversación. Solo en su caso cuentan más de setenta entrevistas. Entre ellos se ha tejido un vínculo humano por encima de protocolos y atestados.

«Pensaba que cambiaría»

Amaia ya lo ha llorado casi todo. Ha estado años «bloqueada», castigada por los sentimientos de culpabilidad, y de justificación, «siempre pensando que iba a cambiar», «que estaba pasando una mala temporada», las frases calcadas que repiten muchas víctimas. «Ahora soy otra persona, soy la de antes», sigue hablando sin parar. Impacta esa entereza y la capacidad de supervivencia de una mujer que ha salido adelante con sus dos hijos de una espiral de violencia insoportable. «Yo venía de un capítulo de mi vida muy complicado y él apareció como un salvavidas. Era un chico bien posicionado, independiente. Poco a poco fue acomodándose en mi rutina», y ese rápido inicio de la relación, con él acoplado casi de un día para otro a cada paso que daba, le hizo sentirse incómoda y pensó en dejarle. «Es que no me encuentro bien, ahora no podemos dejarlo. Si me dejas, me suicido», le dijo él a lágrima viva una tarde de hace más de quince años que le sigue atormentando. ¿Qué hubiera sido de su vida si hubiera elegido otra opción? «Es de lo que más me arrepiento, de no haberle dejado aquel día, y que se hubiera suicidado. No se habría suicidado, se hubiera ido con otra».

Amaia intenta narrar lo inenarrable, cómo empieza la violencia machista, de forma sigilosa, con decisiones que fueron poco a poco recluyéndola y alejándola de su entorno, y que ahora identifica claramente. «Muy al principio de la relación, yo tenía intención de dejar mi trabajo para buscar otro. Él me animó a dejarlo, de forma insistente, pero no a buscar otro. Que necesitaba estar tranquila, que me dedicara tiempo para mí... Me quedé embarazada. Parecía idílico, pero ya había cosas que saltaban. Si venía mi familia a casa, siempre malas caras. '¿Para qué vienen?', gritaba. Pero siempre encontraba una explicación, primero que él tenía un problema familiar, luego era un 'lo siento, eres el amor de mi vida. Llevo toda la vida buscándote'. No sé cuántas veces me habrá dicho esa frase». Ella se recuerda ya en el embarazo siempre detrás de él. «'O vienes conmigo o yo me voy. No te quejes que tienes más suerte que yo de llevar a tu hijo dentro', me decía con el dedo señalador». Imita su gesto altivo, con el pecho hinchado y las manos siempre en contacto con las de ella. «Siempre me agarraba cuando me hablaba».

Cuando nació el bebé, prohibió a la familia de Amaia entrar al hospital. «La suya entraba y salía», recuerda con la sensación de ir aislándose cada vez más, en esas primeras semanas de un recién nacido que requieren de mucha dedicación prácticamente sin salir de casa. «'Si quieres quedar con tus amigas, el niño se queda aquí', y lo mismo luego me reprochaba que era una amargada, que no tenía vida». En cuanto pudo, probó a salir para poder disfrutar de un rato de ocio. «Él se quedaba con el crío, pero a la vuelta a casa, nunca estaba. Le llamaba al teléfono y no cogía. Y se presentaba cinco horas después con el bebé. Y yo sin saber dónde estaban». Le prohibió hablar por teléfono móvil cuando estaba con el crío. Y las pocas veces que ella le plantaba cara, él reproducía el manual del hombre violento: «No tienes dinero, no tienes trabajo, no tienes nada. Tú no eres nadie. Prueba a separarte», recuerda que le torturaba. Amaia volvía a encogerse con su pequeño en casa. Cuántas veces narra que intentaron empezar «de cero», que le daba la última oportunidad, pero siempre había otra.

Habla todo el rato de un maltrato psicológico, hasta que se le pregunta si en algún momento la pegó. Y entonces desentierra los capítulos más violentos que ella sigue acompañando de 'peros', como si no fuera suficientemente grave lo que le hizo. «No me pegaba, bueno, a veces me agarraba tan fuerte que parecía que me iba a romper el brazo, me daba empujones, tiraba los platos al suelo... Es que nunca me dio una paliza como para ir a urgencias. Cuántas veces deseé que me dejara un ojo morado para que alguien se diera cuenta de que era una mujer maltratada. Yo misma no lo veía, y aún me cuesta identificarme como tal», porque insiste en que siempre ha sido una mujer fuerte, «no era idiota», «nunca he tenido necesidad de tener un novio para salir», se justifica una y otra vez. Hasta que ese hombre, «manipulador, seductor», la anuló por completo.

Su segundo embarazo lo recuerda como «horrible, en completa soledad, muy recluida». Perdió contacto con su familia. Su madre iba a casa cuando él no estaba. Pero no sospechó del infierno. «Cuando luego todo estalló, ella me dijo que sí me notaba nerviosa cuando él estaba a punto de llegar, pero que pensaba que era porque estorbaba. Y no estorbaba, es que luego sabía que me montaría una gorda, y yo lo intentaba evitar».

«Empecé a no callarme»

Por entonces ya habían empezado a acudir a consultas de psicólogos, terapia de pareja y psicólogos infantiles, porque la situación con el chaval mayor empezaba a ser ingobernable. «Era un crío violento, que empezaba a ser peligroso para mí y para su hermano pequeño. En realidad, estaba imitando la conducta de su padre. Ha sido un segundo infierno». De vuelta de unas vacaciones le pidió el divorcio. «Entonces todo reventó. Empecé a no callarme, fueron tiempos horribles de movidas muy gordas. Y él me seguía amenazando con que si le dejaba se iba a suicidar. Y yo ya le decía que se tirara por la ventana. Le empecé a hacer frente. Y entonces él puso el foco en nuestro hijo, que era muy rebelde».

La petición de divorcio llegó antes que la denuncia. «Le consulté a la abogada, porque lo que yo quería era un convenio regulador en que los niños no tuvieran que pernoctar con él, saber cuáles eran mis derechos, porque a mí ese hombre me daba mucho miedo, y sabía que si le denunciaba por violencia de género podía pasar algo, a mí o a mis hijos. Lo primero que me dijo la abogada cuando le conté todo es que sacara inmediatamente a mis hijos del piso, que denunciara, que me pusiera a refugio. No lo hice». Y entonces, cuando le pidió la separación, la violencia se apoderó por completo del hogar. «Se puso como un loco, pero como un loco. 'Van a rodar cabezas. Te mato aunque tenga que ir a la cárcel, y mato a todo el que se ponga entre medias'. Pero yo le dije que o aceptaba el divorcio tal y como yo quería o que le denunciaba. Y aceptó».

Atención a la víctima

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La separación fue solo sobre el papel, porque seguía entrando en su casa, para ver a los críos, y ella aceptaba. Siempre con la sensación de proteger a los pequeños, de no «provocar» nada más grave. Pero un día no pudo más y le echó de la casa. «'O te vas o llamo a la Policía'. Y llamé, y tuvo los huevos de no moverse de casa». Los críos estaban allí y presenciaron la detención del padre. «Los recuerdo encogidos en una esquina de mi cama, y yo con ellos en la habitación, encerrados, para intentar que no vieran nada, pero lo vieron todo, a su padre esposado, los gritos, su resistencia». La escena rompe el alma.

En comisaría volvió a negarse a la denuncia. «Pero en realidad estaba pidiendo a gritos que lo hiciera alguien por mí». Los agentes la recuerdan empequeñecida, «casi sin hablar, todo lo contrario a la mujer de ahora». Actuaron de oficio y pusieron de inmediato seguridad para la víctima y sus hijos. El miedo ya había paralizado su vida hacía tiempo. «Yo registraba mi coche antes de entrar, abría todas las puertas, porque pensaba que él podía estar dentro agazapado para hacerme algo». En casa, siempre encerrados bajo llave. Por la calle, «mirando a los lados», con el bolso apretado contra sí y el teléfono con la aplicación móvil para dar la alerta a la Ertzaintza siempre a mano. El peligro de las amenazas de muerte era real. «Ha quebrantado la orden de alejamiento más de una vez y de dos. Y siempre he sido yo la que ha salido huyendo del lugar con mis hijos. Siempre es así, la víctima es la que huye».

Años sin poder dormir

Hoy, la Ertzaintza los mantiene bajo vigilancia, pero ha empezado a desprenderse del terror para vivir «con cierta normalidad», si a normalidad se le llama olvidarse un rato del teléfono móvil de seguridad y no temer por su vida. «Creo que ya me hubiera matado si hubiera querido hacerlo. Aunque, quién sabe, igual un día aparezco atropellada. Es capaz».

Ha sacado fuerzas por ella, pero sobre todo por sus hijos, a quien tiene siempre localizados a través del GPS del móvil. «El pequeño ha sido menos consciente por la edad. Pero el mayor ha estado años sin poder dormir, con ansiedad y despertándose en mitad de la noche gritando '¡Quién hay en casa!' como si fuera a aparecer su padre», su pesadilla. «Hubo años en que no quería salir ni de su habitación». De lo que más contenta está ahora es del 8 que ha sacado el chaval en el último examen, de que los dos hermanos se cuidan y protegen entre ellos. De repente, le suena el teléfono móvil. Y descuelga inquieta: «¿Pasa algo?». Siempre alerta. «Es que les he dejado solos en casa». Y se marcha rápida a por ellos.

«De un día para otro pasó a poder estar todo el día con su hijo fuera de la cárcel»

De muchas de las situaciones «incomprensibles» que ha vivido Amaia, la que sigue sin poder entender ni superar son las visitas a las que tiene derecho su exmarido con uno de los dos hijos. En pleno debate sobre la protección de los menores de padres maltratadores, ella expone su caso. «Mi exmarido tiene una orden de alejamiento hacia uno de nuestros dos hijos, porque le agredió, pero se le ha permitido seguir viendo al otro, porque a él no le había hecho nada. Nada físico, porque psicológicamente nuestra familia está marcada». El chaval pequeño sigue manteniendo contacto en el punto de encuentro, en cumplimiento de una orden judicial. «El mayor, cuando se lo encuentre dentro de unos años, creo que será capaz de ponerse frente a él y pegarle un puñetazo». Dice Amaia que el pequeño, a medida que han ido creciendo, cada vez es más consciente de la figura del padre como maltratador y que a veces suelta frases como 'El aita ya no es tan malo y se porta bien'.

Se ha sentido apoyada por el punto de encuentro, pero subraya «las carencias» del servicio. «Yo creo que deberían escuchar más a los menores. Te los entregan en cada visita directamente y luego ellos llegan a casa contando unas cosas... Yo llamaba casi todos los lunes exponiendo lo que me decían. Y ellos me respondían que allí el crío no había dicho nada, y que si tenía un problema que le dijera al crío que lo contara en la próxima visita. ¿Pero cómo va a decir algo si están con el padre delante?».

Una de sus quejas, no referidas al punto de encuentro, fue el cambio del régimen de visitas por los beneficios penitenciarios concedidos a su agresor. «De un día para otro pasó a poder visitar dos horas cada quince días a su hijo, y con supervisión, a estar todo el día fuera con él. Los informes penitenciarios se hacen solo con la visión del condenado, pero no se tiene en cuenta la perspectiva del hijo», se queja. También pide mejoras en el trato judicial, y aunque siempre se ha sentido apoyada por los jueces en las respectivas sentencias -todas a su favor, condenatorias hacia su expareja-, cree que la víctima merece mejor atención. «Te dicen que es un juicio rápido, y luego estás esperando igual cuatro horas hasta que llega tu turno, con lo que eso supone. Está tu agresor, y a ti te encierran en una habitación por seguridad. ¿Por qué no le encierran a él? Hay muchas cosas que cambiar. Que nos escuchen», pide.

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