Ibamos a celebrar los éxitos. Íbamos a olvidar los tropiezos. Íbamos para descubrirlo a los amigos e hicimos nuevos amigos para poder descubrírselo. Íbamos con ... la temporada de trufa. Cuando se recoge el guisante lágrima. Cuando las anchoas plateadas se acercan a la orilla. Íbamos con la energía de quien cree que va a comerse el mundo y, en cierto modo, nos lo comimos.
Era el 2000 y acabábamos de volver a nacer. Recién divorciados, buscábamos un lugar sin pasado donde inventar nuevos recuerdos. Quién iba a decir que el paraíso se escondía en un sótano poco ventilado, sin carta, sin visa y con siete mesas mal contadas. Antes de que existieran las redes sociales, el Ibai era un rincón secreto cuyo aspecto no invitaba entrar. Y en caso de que te animaras a llamar, lo más probable es que respondieran que no había sitio. No les gustaba dar mesa a desconocidos.
Alicio abrió Ibai junto a Isabel, Juantxo y otros dos hermanos. No gastaré palabras en intentar describir cómo se comía, de la misma forma que me es imposible explicar la felicidad. Sólo apunto que no pediré nunca más algunos de sus platos por no borrar su recuerdo.
Ibai cerró este otoño porque no encontraron un motivo para volver a encender los fogones. Nunca escribí de ellos mientras oficiaron, huían de la fama, pero ahora que ese viejo gruñón ya no me puede reñir se lo digo. Gracias, Alicio, por crear un País de las Maravillas en el que algunos afortunados nos sentimos libres y dichosos.
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