En la era digital el presente caduca cada diez minutos. La polémica de primera hora es trivial al mediodía, un escándalo muy sonado silencia el que sonó hace un rato y muchas opiniones prescriben al mismo tiempo que se escriben. Leer en papel hoy las noticias que se fabricaron ayer genera en uno la sensación de llegar tarde a todas las fiestas. En cambio, leer el periódico de hace dos días o dos meses es una forma fiable de prever qué nos depara el futuro.
Robé, en los 80, a mi cuñado Albert la manía de colocar papel de periódico bajo la tabla de cocina. Después de picar y cortar, es más práctico hacer un paquete y recoger peladuras, mondas y cortezas. Desde entonces, me retraso con la comida mientras ojeo, entre las cáscaras, una entrevista que se me pasó o releyendo una columna que ahora juzgo con otra mirada.
Los periódicos atrasados muestran las noticias desprovistas de esa precipitación que exige la novedad. Comprobar que las promesas de ayer se han desvanecido con el olor de la tinta, que la arrogancia del candidato es hoy caldo de borrajas, que las amenazas de sangre no llegaron al río, demuestran lo cambiante que es la actualidad y lo poco que nos movemos como sociedad.
Que cada día cambie el diario en el quiosco no significa que su contenido sea efímero. Desnudo de actualidad, un periódico atrasado confiere a la noticia una perspectiva más profunda y nos ayuda a entender cómo se construye día a día, pieza a pieza, el puzzle de nuestra vida.