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Duna de Pilat.

Arcachon, un oasis frente al Atlántico

La duna de Pilat, Cap Ferret, los puertos ostrícolas, el barrio antiguo y la reserva del Teich, cinco escenarios para desconectar

pedro ontoso

Sábado, 19 de marzo 2016, 11:08

A poco más de tres horas en coche de Bilbao, la Bahía de Arcachon se abre de par en par para una escapada de Semana Santa. La inmensidad y el misterio insondable del océano. Toneladas de arena fina que trepan, descienden y alfombran bosques de pinos medicinales. Puertos y más puertos -hasta 26- pegados al cultivo de las ostras, que se degustan en todos los rincones cercanos al agua. Mansiones que evocan los tiempos de esplendor de la 'grandeur'. Reservas y refugios interminables de toda clase de aves. Qué listo Salvador Dalí cuando eligió esta laguna para huir de los alemanes, en 1940, y sestear de cara al Atlántico. Aquellas partidas de ajedrez con Gala y Marcel Duchamp, gran enamorado y excelente jugador de esta disciplina. Aquellas tertulias con Coco Chanel. Cuando paseas entre los palacetes de la Villa dhiver parece que les estás viendo entre los visillos y las moreras.

Yo descubrí Arcachón fuera de temporada. En realidad, mi primer contacto fue en un desvio exprés que realicé bajando de París. Me atraían las historias de la gran duna, la mole de Pilat, esa atalaya de casi 110 metros sobre el océano que amenaza con beberse el mar y comerse el bosque cercano de La Teste de Bouch. No había escalera -sólo la ponen entre Semana Santa y Todos los Santos- y trepé hundiendo los pies en la arena. Era el atardecer de un día limpio y se veía el solitario banco de Arguin -refugio de los charranes patinegros- y la inconfundible silueta del faro de Cap Ferret. El sol se diponía ya para su baño nocturno en el Atlántico. Siempre he sentido envidia de las puestas de sol de Palmira, ahora secuestradas por las hordas criminales del Estado Islámico, pero la experiencia a lomos de Pilat fue inolvidable. Prometí volver.

Lo hice en tiempo de Semana Santa, pero fuera de los días punta. Es verdad, circulaba menos gente, había menos ambiente y algunos locales estaban cerrados. Pero hasta lo agredecimos, Ana, mi mujer, y nuestros amigos Marian Zamalloa y Carlos Espligares. Sobre todo, cuando cubrimos el trayecto entre el centro de Arcachon y Cap Ferret, una estrecha lengua de tierra que te sitúa justo enfrente de la duna de Pilat. Son casi 80 kilómetros a paso muy lento, con cruces a los distintos pueblos. Fuera de temporada se hacía interminable, pero en plenas vacaciones tiene que ser un suplicio. Claro que siempre queda la opción de tomar un barco y cruzar la bahía. Te dejan subir la bicicleta o la puedes alquilar en la otra orilla para recorrer la zona a tu aire. Hay más de 200 kilómetros de carriles y pistas para pedalear.

En su día, Cap Ferret fue el destino de franceses 'underground', solitarios, aventureros, amantes de las emociones fuertes, enamorados de la vela y el surf, o aburridos de la vida de Burdeos -a tan solo una hora por carretera y comunicada por ferrocarril-, y de la bohemia de Arcachon. Sus playas kilométricas son más solitarias y la olas golpean con furia y trituran la arena. Hay tiempo para perderse, para pensar, para reflexionar. También para subir, previo pago de seis euros, las 258 escaleras del legendario faro desde el que se disfruta de grandes vistas a 53 metros de altura. O para visitar algunos de los búnkeres de lo que un día fue el Muro Atlántico, el cordón defensivo creado por Hitler para impedir el desembarco de los aliados.

En Cap Ferret mantuvimos el primer contacto con su gran riqueza gastronómica, las ostras, reinas de las mesas de Arcachon todo el año. En Chai Bertrand, una coqueta cabaña a orilla del agua. Ostras, pate y gambas, regadas con un vino blanco frío. La degustación se puede hacer en muchos escenarios, repartidos por la costa -hasta 80 cabañas las ofrecen-, sobre todo en los puertos ostrícolas. Visitamos muchos, pero nos llamó la atención Gujan-Mestras -al otro lado de la bahía- , Le Canon y LHerbe. En este último enclave las callejuelas de las casitas coloreadas me recordó -salvando las distancias- a los hutongs de Pekín, los barrios de origen mongol, con construcciones de madera y teja, con pájaros en las ventanas y gatos por la calle. Las cabañas, al igual que las pinazas -las embarcaciones traduicionales de Arcachon- están construidas con madera de los bosques de Las Landas. En esda ruta, un pequeño rincón para descansar es la capilla morisca de Villa Algérienne, un reducto de aquellos años de esplendor, días de vino y rosas, que todavía brilla entre pinos en un balcón sobre el mar.

Una de las tardes la dedicamos a disfrutar del Parque Ornitolópgico del Teich, unos humedales situados entre el delta del Leyre -una pequeña Amazonia- y la bahía, donde más de 260 especies de aves, muchas de ellas salvajes, se refugian entre sus migraciones. Se trata de un recorrido suave de casi seis kilómetros, en el que se invierte cerca de tres horas, pero con mucha calma. Hay 20 cabañas y cuatro torres para observar a los pájaros en sus distintos hábitats. Todo está muy señalizado. En las cabañas suele haber gente con traje de camuflaje, prismáticos y grandes cámaras intentado captar el momento cumbre de las bandadas, o el momento mágico de la espátula blanca, la garza cenicenta o la picudilla de cola negra. La reserva está abierta de 10 de la mañana a seis de la tarde y la entrada oscila entre los 6,70 euros de los niños y los 8,90 de los adultos. Hay baños a lo largo del recorrido y bancos. Las instalaciones cuentan con una cafetería en la que se puede comer.

Siempre hay que dejar tiempo para pasear sin prisa por la línea de playa y para callejear por el barrio de invierno, una especie de ciudad jardín donde se suceden mansiones de todos los estilos, algunas venidas a menos, que sobresalen entre árboles y plantas trepadoras. Es una atmósfera diferente, con un perfume especial. Evoca las reuniones y las fiestas de artistas y aristócratas. Salvador Dalí y Gala se refugiaron de la guerra mientras pudieron. En villa Salesse -en la línea de costa- y en villa Franck Liane compartieron largas veladas con Marcel Duchamp, salpicadas de partidas de ajedrez y discusiones sobre el surrealismo. Algunos críticos han visto el largo lienzo de la duna de Pilat en la obra 'Dos piezas de pan que expresan el sentimiento de amor', en la que también aparece un peón de ajedrez.

Se suceden las casonas de estilo balneario que un día acogieron lujosas fiestas o tertulias interminables de intelectuales y artistas. Coco Chanel frecuentaba a Gala y Dalí, una pareja que ellaacogía en su mansión de Roque brune-cap-Martin, en la Costa Azul, por la que también pasaron Picasso, Starvinsky, Cocteau o Visconti. Hasta el mismísimo Churchill, que luego pararía los pies a Hitler. La huella de Eiffel también aparece entre hortensias y las trepadoras. Me subo al belvèdére, un balcón metálico constuido en 1863 que me recuerda a las torretas de los guardabosques y a las palomeras de Etxalar. Se llama el Mirador de Santa Lucía y lo cierto es que las vistas, a 25 metros de altura sobre la colina, son grandiosas. Observo mejor las mansiones, de estilo colonial y morisco, que parecen chalés suizos o casas solariegas góticas. También la ciudad, inspirada en el movimiento de la Bauhaus y la arquitectura californiana, y el océano infinito, que me despierta de mis sueños sobre la Belle Epoque.

La vanguardia se abre paso en la Plaza des Marquises -también en la zona de Le Moulleau, un poco más a desmano-, donde se ubica el mercado de abastos. Locales de moda para comer o tomarse una cerveza bien tirada. La vanguardia convive en Francia con sus mercados tradicionales, que son marca del país. En la calle se arremolinan los puestos de frutas, hortalizas, quesos y embutidos, junto a los de ropa y cestería. En el interior los puestos de pescado y los mostradores de las ostras, que se pueden degustar. En el Oyster, el bar del mercado, una bandeja de 9 ostras de primera -del mismo productor que las vende al lado-, una ración de gambas, tres vasos de vino y un refresco te supone una factura de 40 euros para cuatro personas. Una delicatesen a mediodía. Por la tarde, paseo en barco por la bahía. Una hora hacia la Isla de los Pájaros (Lîle aux Oiseaux) cuesta 12,50 euros. La embarcación te acerca a las famosas cabañas sobre pilotes de madera, encaramadas sobre 'zancos', que servía de refugio a los ostricultores entre las mareas. Se puede cerrar el día con una cena romántica en Chez Pierre en el Paseo Marítimo o para una cena familiar o con amigos en cualquier otro lugar.

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