De Sylvia a Gerard
Con cierta sorpresa –pues estamos en un tiempo en el que la tribu humana se ha visto obligada a desarrollar un titánico esfuerzo para defender ... su vida de las asechanzas del Covid—, leía hace unos días que el número de suicidios ha aumentado notablemente, lo que me lleva a recordar algunas viejas lecturas sobre ese asunto de quitarse la vida antes de que nos la quiten, no se sabe cuándo.
De todas formas, bien (o mal) sea por el Covid, o por los problemas (judiciales, legales, penales o no, etc, de la eutanasia y por las violencias de todo género que concurren para que la bandera de la muerte con unos o varios colores sanguinolentos esté presente en la vexiología o heráldica humana), lo que está claro es que llegan y llenan las páginas de todo tipo de publicaciones.
En todo caso, la memoria, que algunas veces se me torna tan viajera, me lleva, en principio, al caso de Sylvia Plath y de cómo su camino al éxito o desastre personal desembocó en el suicidio que, puestos a leer su semblanza, se lee en ella que el germen de esa su tentación hecha realidad le venía de lo lejano, de los viejos gérmenes populares de su ancestral pueblo y del sentir de que mi padre germano-parlante, procedía de un pueblo deprimente del corazón de Prusia, buenos ingredientes para conformar el perfil de la exquisita, la enigmática, la apasionada y pugnaz, la también suicida de Massachusetts que, en realidad, hurgar en su biografía supone, no solamente encontrarse con una antología de magníficos poemas, sino también de citas, no sé si llamarlas crepusculares, lúgubres, pesimistas o, simplemente, idóneas a su autora, y en donde se cita, entre otros, a personajes como Emily Dickinson: 'La vida es una muerte que nos lleva tiempo'; a Cesare Pavese: 'A nadie le falta una buena razón para matarse'; a Albert Camus: 'Solo hay una libertad: pactar con la muerte, después de esto todo es posible'; a Daniel Stern: 'Los suicidas eran los aristócratas de la muerte'; a un alumno de Charles Newman: 'Los artistas observan su propia muerte, mientras que nosotros estamos muertos antes de darnos cuenta'. Pero lo que nos pone en las fronteras de las cavilaciones últimas sobre el aquí o el allá, el ser o el no ser, es lo que nos señala esta doble pregunta: ¿Por qué suicidarse? Y, ¿por qué no?', que es la eterna duda bifronte. Gerard de Nerval.
Y, de Sylvia Plath, dentro de lo que nos ofrece mayor campo imaginativo en lo concerniente a las recetas a emplear para este gran ritual del suicidio, se hace imposible pasar por alto esa 'efigie' que Ramón (Gómez de la Serna, por supuesto), traza sobre Gerard de Nerval, el desgraciado poeta francés enamorado del amor, enloquecido delirante por su ideal del amor, tantas mujeres como estrellas en el cielo de su mente, manos que abrazan el aire, labios que besan fantasmas...
Su preparación suicida es como una expedición a los extravíos, un fantástico ballet para abrazarse a la novia ideal, que puede ser o 'Aurelia' o 'Silvia', que son algunos de los nombres de sus entidades fantasmas que le sirvieron para aureolar sus títulos más conocidos, un recorrido indehiscente a su locura que queda explícito hasta en el título que baraja mentalmente para su última obra: 'Promenades et souvenirs'. Y lo que prodiga son paseos que son huidas de gentes, de amigos y compañeros, aquejado como está de una atroz misantropía y de una fiebre de generosidades incongruas, que dice Ramón, que lleva una 'cotorra' a Mery y una 'langosta' a Yanin, y en otra ocasión tres perros, uno de aguas negro y otro de aguas blanco y que, durante tres semanas, va dejando en casa de Bus quet; va a casa de su editor Buloz y le deja abiertos los grifos de la fuente para vengarse (...) cree que hay un tesoro enterrado bajo un árbol de las Tullerías; sus ideas místicas se recrudecen: cree en el alma de los animales (que es ésa, una inspección que ha de hacerse, digo yo, mirando de frente en los acuosos ojos de un perro que nos presentara la pátina de su misterio de honduras como lagos, o a la más vana de una vaca, que hay como una notación en el pentagrama de la inteligencia animal, do, re, mi, fa, sol, la, si, do, de ésa su inteligencia escalonada), y se para en las tiendas de pájaros, mirando, sobre todo, fijamente a los loros, de los que, según él, de donde desciende el hombre.
El procedimiento está situado en la calle de la Vieja Linterna 'un callejón sin salida, en el barrio de los carniceros', que hay una siruposa, tortuosa, sinuosa, descripción de esta calle, con una llave que anuncia profesión de cerrajero, un viaducto al fondo como el non plus ultra de la ceremonia suicidaria, que ya sólo nos falta extraer ese trozo de texto en el que se nos dice que «Gerard apareció colgado en la luz medio ciega del alba, con su sombrero puesto, los pies calzados con zapatos de charol encogidos para no tocar tierra»; que tampoco se nos ahorra la visión de esa piedra que le sirvió de escabel de muerte; «una piedra se encontraba un poco más allá, revelando con qué precisión cometió su suicidio, y cómo se subió al taburete final para colgarse, y cómo le dio un puntapié ‚ para que no le pudiese servir de salvamento luego...».
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