El silencio de los trenes
Estaciones cerradas y andenes desiertos, expendedoras en suspensión, anuncio de convoyes inexistentes y gatos en las traviesas
Jamás el camino de hierro anduvo tan descaminado. Quien se asoma este verano a las vías descubre un panorama inédito desde que hace ahora 161 ... agostos el Ferrocarril del Norte atravesó por primera vez el territorio guipuzcoano. Vista desde lo alto, la urdimbre de aceros unas veces paralelos, otras serpenteantes, parece perderse en dirección a ninguna parte. Entre Irun y Andoain, el tren deja una estela de silencio.
Este sería el paisaje soñado para el cura Santa Cruz, odiador de los vapores y pirómano de estaciones (Hernani, Beasain...) como tentaciones diabólicas de velocidad, progreso y transformación. O sea, criminales de la tradición. Aunque hubo otros carlistones, verbigracia Iparragirre, que lo recibieron líricamente como vehículo de paz y europeísmo («Burni bidea opa da laster egitea / Europak goza dezan betiko pakea»).
Clásicamente, el tren ha dado motivos para soñar en lo mejor y padecer lo peor. Abundan personajes de la ficción y de la vida real que pusieron fin a sus penas sacrificándose sobre los raíles, indeseable destino y además imposible en este momento por la paradójica razón de que nuestras vías hoy están en vía muerta.
Cuentan sus biógrafos que Marcel Proust disfrutaba leyendo las hojitas con los horarios: los nombres de las estaciones de provincias bastaban al enorme novelista para imaginar dramas domésticos en el medio rural, chanchullos en ayuntamientos alejados de la vigilancia prefectoral o sobre la vida en los campos de cultivo que la locomotora ahumaba a su paso. En su misma ciudad, París, y por los mismos años, los hermanos Lumière alumbraron sobre las paredes de un café la entrada de un tren en la estación causando pánico y espanto entre los espectadores. Con ese atropello emocional nació el cinematógrafo.
Pero tampoco hay atropellos donde las estaciones están cerradas y los andenes desiertos, con máquinas expendedoras en suspensión de empleo, paneles congelados bajo la chicharra que anuncian convoyes inexistentes, semáforos apagados, entrevías donde crecen penachos de vegetación y hasta una camada de gatos que travesea al sol sobre las traviesas.
Se dice que «los trenes pasan, pero la vaca permanece». Sin embargo, ahora los trenes no pasan y somos nosotros los que permanecemos bovinamente a orillas de la explanada de balasto, con sus rieles ya desguazados en algunos tramos y los durmientes de hormigón acostados en las cunetas en espera de ser llamados a filas. Paisajes de marasmo antes del despegue ultracinético de la alta velocidad.
¿Tienes una suscripción? Inicia sesión