La caverna portátil
Ya no se dejan mecer por el simple flujo de la vida, sino que se aíslan en sus dispositivos como si en ellos estuviera la cifra y verdad del mundo
Existe todo un subgénero de pintura que retrata figuras humanas estáticas, meditativas, abstraídas, en un ambiente de sosiego y de silencio. Arte quietista que atraviesa ... los siglos desde el renacentista Durero y su famosa 'Melancolía', hasta los modernos Hopper y Balthus, pasando por holandeses, románticos, prerrafaelistas y surrealistas. Tal actitud puede parecer rara e incluso patológica a nuestra mirada cada vez menos habituada a encontrar en la vida real personas suspendidas en sí mismas.
Recorriendo un museo, ante el lienzo decimonónico de una lánguida y hermosa mujer, cabeza sobre la mano y mirada perdida, una adolescente preguntó con inquietud: «¿Qué le pasa, papá? ¿Por qué está así?». Su padre, un pelirrojo socarrón, le respondió: «Es que se le ha perdido el móvil, hija mía». A ella le pareció totalmente convincente: «Ah, claro». Al ver mi sonrisa, el hombre me lanzó un guiño cómplice.
Los humanos, además del lenguaje y la imaginación creadora, poseemos el don de poder recogernos un rato en nosotros mismos, como si echáramos un telón corto sobre el entorno, actitud inédita entre los restantes mamíferos que viven en constante atención, vigilantes frente a las amenazas y estímulos del mundo, y que cuando nada atrae su curiosidad se amodorran.
Es por esto que Ortega y Gasset veía en el ensimismamiento la antesala de lo más característico del ser humano: la acción inteligente que interviene sobre la realidad y la modifica. Según su teoría, la civilización clásica entró en decadencia cuando los latinos, arrastrados por un frenesí sensitivo, perdieron la costumbre de envolverse en los pliegues de su intimidad. La conclusión orteguiana es que el ensimismamiento sin acción lleva al pecado del mentalismo, pero la acción sin ensimismamiento nos convierte en pollos descabezados.
En 'Estética en el tranvía', el mismo Ortega ponía en valor el tiempo que pasamos desplazándonos, porque es en esos momentos de apariencia anodina, de mero trámite, cuando se nos da calibrar la belleza imprevisible de las cosas y nuestro lugar entre ellas. Hoy, en el bus y el tren, en el paseo y las terrazas, muchos ya no se dejan mecer por el simple flujo de la vida exterior e interior, sino que, doblando la cerviz, se aíslan en sus dispositivos como si en ellos estuviera la cifra y verdad del mundo. Con ello renuncian a la «maravillosa facultad que tenemos de libertarnos transitoriamente de la esclavitud por las cosas». Ciberesclavos embelesados con las sombras de una caverna portátil.
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