El poder de la ausencia
Es inevitable reconocer que al perder lo que teníamos nos damos cuenta de su valor. Aquello que dábamos por hecho desaparece y su falta nos golpea
En el centro de la isla de Manhattan en Nueva York, rodeado de rascacielos y en medio de la multitud que se traslada por el ... corazón de la ciudad, hay un espacio que sobrecoge el corazón. Es el 9/11 Memorial, el monumento conmemorativo a las víctimas de los atentados del 11 de septiembre.
Se trata de un espacio vacío en el lugar donde se encontraban las Torres Gemelas. Casi 3.000 personas perecieron en el atentado. Sus nombres están grabados en bronce en las dos fuentes que forman el centro neurálgico del monumento. La fuente norte y la fuente sur están construidas en el mismo lugar en el que se levantaban las Torres. El lugar está rodeado de árboles, incluyendo el Survival Tree, el único árbol que sobrevivió. Se trata de un espacio en el que la ausencia se hace presente con un impacto demoledor. No se me ocurre mejor monumento –el de la ausencia– para llenar de contenido y fuerza el recuerdo de lo que allí había y hacerlo presente.
El poder evocador de la ausencia me parece de gran valor y se pone de manifiesto en todas las facetas de la vida. Así, recordamos al ausente y lo tenemos presente, muchas veces con más presencia que cuando estaba entre nosotros. Porque parece inevitable reconocer que es cuando perdemos lo que teníamos cuando nos damos cuenta del valor de las cosas. Aquello que dábamos por hecho desaparece y nos golpea con su ausencia. Así, la presencia de la pérdida adquiere un valor incuestionable.
Aunque cualquier intento de generalizar está abocado al más lamentable de los fracasos cuando obviamos los detalles, podríamos decir que estamos en una época en la que la sociedad disfruta de unas altas cotas de bienestar. Vivimos en una cierta burbuja de aparente bienestar en la que, al menos en apariencia, no parece faltarnos de nada. No deja de ser un gran espejismo, porque junto a una sociedad próspera conviven familias al borde de la pobreza, cuando no inmersas en ella, en una especie de convivencia de mundos paralelos.
La superficialidad imperante, acompañada de una exigencia permanente de presencia constante a través de las redes, que ejercen una verdadera dictadura para estar siempre conectados y presentes, caracteriza a una sociedad que tiene al alcance formas de tecnologías cada vez más sofisticadas. Una sociedad en la que se refuerza el espíritu individual y los comportamientos egoístas, frente al compromiso colectivo y la solidaridad, en una suerte de reclamación permanente de mayores cotas de bienestar, sin pensar en el resto de los congéneres de la especie que no disponen de lo fundamental para sobrevivir.
No somos conscientes de lo que tenemos, de las cotas de bienestar alcanzadas, y solo se nos ocurre exigir más y más, en una espiral sin fin. No valoramos suficientemente lo que tenemos y no entra en nuestros cálculos realizar el más mínimo ejercicio de renuncia. Por eso, las relaciones se crispan y se convierten en una pelea permanente por imponer nuestras demandas frente a las demandas de los demás.
Metidos de lleno en una burbuja en la que creemos que todo es posible y que podemos alcanzar cualquier cosa sin renunciar a nada, no acabamos de darnos cuenta de la fragilidad de muchas de las cosas que damos por hechas. Tuvimos que sufrir una pandemia para poner en valor la importancia de la salud y los servicios de atención sanitaria. A pesar de todo, en cuanto volvimos a la aparente normalidad ya nos hemos olvidado de lo que tuvimos y perdimos, porque en gran medida lo hemos recuperado.
Por otra parte, los conflictos bélicos, cada vez más presentes, nos deberían llevar a valorar la importancia de un mundo en paz y tomar las medidas oportunas para conseguirlo. Exigir a los responsables políticos que pongan las bases para construir un mundo mejor en el que los ciudadanos puedan ganar cotas de bienestar. Coincidirán conmigo, al leer estas líneas, que no deja de sonar a una aspiración tremendamente ingenua, cuando debería de ser todo lo contrario.
Todavía más cerca, la fragilidad de la situación política, en la que se han perdido las formas y no sé si también los principios, debería llevarnos a pensar en lo difícil que será recuperar todo lo que estamos perdiendo; lo catastrófico que resultaría perder los logros básicos de unos valores democráticos al albor del populismo y del todo vale. No me gustaría llegar a un escenario en el que se pusiese de manifiesto con toda su crudeza el tremendo valor de la ausencia de esos principios democráticos que un día construimos, con todo tipo de renuncias por parte de todos para lograr un espacio de encuentro común, porque los hubiésemos perdido.
Así como son nuestras renuncias las que en gran parte nos definen, serán nuestras ausencias las que nos interpelarán para demandarnos si hicimos todo lo posible para no perder lo que tanto nos había costado construir. Porque son las ausencias las que, con todo su poder, también nos definen.
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