La bomba atómica
Emmanuel Macron ha puesto esta semana la bomba atómica sobre la mesa de su palacio de París y Europa empieza a hablar en público el ... nuevo lenguaje de las relaciones internacionales. Llamó a todos los que tienen algo que decir en el continente después de que el vicepresidente estadounidense, JD Vance, exhibiese su ignorancia y su peligro en la conferencia de Múnich. La cumbre no fue en París como reflejo del narcisismo de Macron (aunque sentirse Charles de Gaulle influya). Para decir lo que se quería decir no podía ser en otra parte. Francia es la única potencia nuclear de la Unión Europea, con sus cuatro submarinos que montan misiles atómicos intercontinentales surcando en secreto los mares. En la mesa del Elíseo también se sentó Keir Starmer, el premier británico, fuera de la UE pero otra potencia nuclear. El arsenal del Reino Unido depende de la industria americana, no así el francés, autosuficiente. Por eso fue en París, en el lenguaje que puede entender Trump, pensó Macron.
Si tiene razón –y quizá la tenga–, sería un fracaso colectivo de varias generaciones que levantaron (en Europa) un modelo que persigue la dignidad humana, la resolución de conflictos por la vía del diálogo y elige la democracia deliberativa frente a la ley del más fuerte.
Puede que acierte la gran cronista de la Revolución de los Claveles, Lídia Jorge, cuando escribe que «el futuro será de conquista, preponderancia, intolerancia, venganza, expulsión, desintegración, licencia para mofarse, pisotear, mentir, insultar, enriquecerse, defraudar, anexionarse, desprenderse, rebautizar, y todo ello anunciado a escala mundial». Sería un fracaso colosal. Un idioma incomprensible.
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