Xenofobia
Hubo un tiempo en que no se distinguía al extranjero del huésped. Entonces las leyes de la hospitalidad eran las de la humanidad
Una señora compra un ramito de mimosas en el mercado. Es tan intenso su olor, tan dulce su fragancia, que fácilmente llega a los que ... estamos cerca, esperando cada cual su turno, o que se le ilumine la décima parte de pensamiento que le corresponde. Dichoso el árbol que apenas es sensitivo, y contagia de su dicha a todos los seres vivos circundantes y les da la gracia que pronto perderá y la vida que aún tiene. Pocos hay en el mundo que no confiesen su sensibilidad. En esto, como en algunos otros aspectos, el amor propio es el que guía y conduce, cuando se piensa que es el guiado. Se adueña sin trabajo ni fatiga, sin parecer ser dueño de nada. No hay mayor siervo que quien no ose reconocer su servidumbre, ni peor cadena que aquella que apenas pesa. El mundo está atribulado, hay miedo en el ambiente. Pero no es lo lejano eso que infunde pavor, sino lo muy cercano: la visita al médico, los análisis clínicos en el ambulatorio. Cualquier atisbo de mal o enfermedad, cualquier herida por superficial que sea hace que la atención se vuelva adonde uno está, centrándose en ese lugar, y se olvide de atender a las llamadas insistentes que provienen del exterior.
La indolencia es más ligera, incluso agradable, si hace buen tiempo y el sol camina por su senda tantas veces transitada, y sus rayos vuelan y llegando al suelo hieren y sanan, porque todo cuanto tocan revive y se ensalza, como un canto alegre. Hubo un tiempo en que no se distinguía al extranjero del huésped. Aquel que venía de lejos, fatigado por la suerte del camino, casi con lo que su cuerpo soportara y su vigor facilitara, era recibido, cuidado y agasajado como propio. Nadie podía interrumpir su descanso, ni infringirle ningún mal o pena, así como el huésped tampoco podía, llevado por la ira, codicia o envidia, actuar brutalmente y deshonrar al que cobijo le daba. Las leyes de la hospitalidad eran las de la humanidad. En cualquier momento podía alguien convertirse en extranjero, o, perdida su condición ciudadana, verse, desposeído de sus bienes y alejado de su hogar, contemplando a su prole marchitarse en el triste y duro destierro. Nadie sabía lo que iba a traer el destino, ni siquiera los elegidos, por lo que venía a cuenta respetar al prójimo y tratarlo como uno igual.
El miedo convierte al prójimo en enemigo o en usurpador. A lomos del miedo cabalga la xenofobia y no puede apearse, porque es un caballo desbocado que va adonde le lleva el viento de la mala suerte.
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