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Hay escenas que conmueven por su rústica sencillez; en su propia inocencia radica la belleza que se extiende hasta llegar adonde se esconde la fibra ... sensible del espectador ocasional. Una mujer, sentada en el vestíbulo de una estación de ferrocarril llena de gente, intentaba calmar a su hija de corta edad, tendría apenas unos meses, cantándole una nana, tierna y sonora, en un idioma desconocido.
A su alrededor, la vida de la estación se desarrollaba en su plenitud. Era un día supuestamente de mucho tráfico, y los trenes no llegaban ni tampoco salían, ¿dónde estaban? Había hombres y mujeres moviéndose de un lado para otro. Algunos, nerviosos, miraban a los paneles donde se anuncia la circulación de los trenes, las idas y venidas, como si cada cambio anunciado fuese a suponer una alteración casi cósmica en su devenir; otros, atendiendo a las indicaciones que desde unos graves altavoces les dirigían, mostraban su preocupación en pequeños gestos, tan poco dinámicos como inconscientes: agarraban con fuerza el móvil, intentando descifrar en su pequeña pantalla el secreto de aquel caos y visible desorden. Se les veía como aturdidos por la fatiga provocada por la demora. No solo era física, mental también, porque las esperas largas y no previstas rompen con la armonía deseada, el ciclo establecido, la disposición buscada: cada cosa en su sitio, la puntualidad de los trenes, el recibimiento a los viajeros, la alegría del encuentro, la efusividad no impostada.
La mujer cantaba una nana en un idioma extranjero, ajena a todo aquel vaivén que la rodeaba. Los ojos de la niña, enormes como estrellas, se abrían y se cerraban al ritmo de las palabras, las pupilas aumentaban y disminuían según la cadencia. El tono de la canción subía y bajaba, igual que el grado con el que se mide la paciencia de las personas que en el vestíbulo de la estación aguardan la llegada del tren, y con él, al fin, la de las personas que son objeto de su atención, de su tiempo convertido en espera quieta, en deseo inquieto, una pausa en medio del torbellino de emociones contenidas y sentimientos no clarificados.
No estamos hechos para la espera, pero sí para la música, por muy extraña que suene. Todas las nanas que se cantan en el mundo, si no son la misma nana, se parecen en su contenido: duérmete mi niña, que está a punto de llegar el tren, y en él viene quien queremos que venga; duérmete, no te preocupes del ruido, que tu madre está contigo, y nada malo te pasará.
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