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Hubo un tiempo, ignoro si fue por ley, por miedo o por otra razón, en el que el nombre de Rusia dejó de pronunciarse, si ... no era para insultar, o para blasfemar, que casi era igual. Algunos, después de ciertas fiestas o divertidos saraos, ligeramente bebidos, tremendamente emocionados, gritaban 'Viva Rusia', como otros daban vivas al equipo de fútbol de la localidad, celebrando un triunfo inesperado. Rusia, como concepto, era lo oculto, lo prohibido, lo indecible, a la vez que oscuro objeto de deseo para gentes de inequívoca ideología izquierdista, nostálgicos del futuro fiel. Así, de la noche a la mañana, la 'montaña rusa', sin dejar de ser aquello que fue, comenzó a conocerse como 'la montaña suiza', y la ensaladilla perdió bruscamente su puro adjetivo. Sirva de consuelo que 'ruleta rusa' se llama así en todas partes, aunque cambie, a veces, el número de balas que los jugadores dejan en el tambor del revolver, con lo que la partida se hace más o menos letal y trágica de necesidad.
El juego, cualquier juego, lleva inherentes la belleza que se desprende del espectáculo, demostración física casi siempre, a la vez que el placer que proporciona la sensación de haber obtenido la victoria, o el dolor e inconveniente supuestos a la derrota, no siempre considerada con cierta justicia poética. Es hermoso el juego, cuando los adversarios, en su pugna, parece que sobrepasan los límites impuestos, las marcas, así como las medidas que el ser humano tiene, sin pretender igualar a otras entidades superiores, si es que las hubiere. Superar al contrario, de eso se trata, utilizando para ello las reglas estipuladas y pactadas, nunca abusando de la trampa. La belleza se consume en sí misma, como una llama que brilla y luego se extingue, dejando tan solo humo y suavidad. El dolor tampoco permanece, se transforma, se vuelve sutil.
Hay, presiento, una profunda sensación de orfandad en el mundo, que traspasa las fronteras claras de la política. Lo que las grandes potencias nos enseñan a la luz del día, en un acto no carente de teatralidad, tiene la apariencia de un trampantojo, donde nada es lo que parece, y adquiere el atractivo de un laberinto infantil, cercano y entrañable, donde nadie se pierde para siempre, si no es por su voluntad. Pero la visión de la realidad no evita esa idea de que el mundo está desatado y al albur de fuerzas desconocidas e incontrolables, como en una ruleta, donde el revolver apunta, pero a la sien de cada cual.
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