Cuanto más deseamos que una opinión sea cierta con más fuerza confiamos en ella. En cambio, exigimos datos y pruebas rigurosas para aceptar aquello que ... no queremos creer. Y ni aun así lo admitimos. Vemos lo que queremos ver, escuchamos lo que deseamos escuchar y sólo nos creemos aquello que queremos creer.
Cada uno hemos construido un sistema propio de creencias que difumina la línea trazada entre opiniones y evidencias. Creemos algo porque nuestros abuelos se lo contaron a nuestros padres y estos a nosotros. Creemos algo, también, cuando lo dice alguien a quien respetamos. Creemos por tradición, autoridad, identidad o contexto y negamos los hechos que contradicen nuestros dogmas o amenazan la cohesión de nuestra tribu.
Así que los hechos no son ni tan blancos ni tan negros. Hoy, en las conversaciones rivalizan hechos rojos, azules, verdes y morados. Esgrimimos datos climáticos contrapuestos. Publicamos en las redes estadísticas Covid antagónicas. Presenciamos en las noticias víctimas de guerra asesinadas por balas de ambos bandos. Compartimos la información que confirma nuestras creencias y atacamos la que atenta contra ellas.
En un momento en que toda autoridad es cuestionada, la capacidad de contar mentiras, negar evidencias científicas o desprestigiar con falsedades ha llegado a extremos tragicómicos. Cualquier teoría, por absurda que parezca, atrae a suficiente gente dispuesta a respaldarla. Y todos creen que su verdad se soporta en hechos.
¿Tienes una suscripción? Inicia sesión