Perdón por la redundancia pero están muriendo los ratos muertos. Falleció ayer un intervalo en la sala de espera del dentista y se ha encontrado ... sin vida, esta mañana, un interín en un banco de la estación. Las treguas están en guerra, las pausas no se dan un respiro y acaban de detener a un impasse por malgastar el tiempo. Los intervalos siempre fueron espacios indómitos, una luz entre dos momentos, un hueco sin dueño en la agenda, un trayecto no planeado entre dos puntos. Lo que hace especial a los intervalos es que aún no se sabe como sumar esos tiempos muertos y acumularlos en horas productivas. Son regalos de tiempo que se viven o se pierden.
No es cierto que nos falte tiempo para los amigos, los poemas o la reflexión. Llamar a alguien, resolver un crucigrama, aprender a respirar, observar como pasa la vida es una cuestión de prioridades. En un modelo de vida frenético, quince minutos de espera son un oasis pero la vida digital ha creado la necesidad compulsiva de llenar hasta el último segundo de estímulos. Destellos audiovisuales que nos regalan una satisfacción inmediata y al mismo tiempo secuestran nuestra atención, bloquean los sentidos, desarman la imaginación.
Los ratos muertos son hoy un espacio tan saturado como los momentos de actividad. Aún hoy, quien quiere hacer algo encuentra la forma de conseguirlo pero cada vez es más difícil resistirse a las pantallas. El scroll de las redes sociales es un pozo sin fondo. Y no exige pensar.
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