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Hay en casa una lupa antigua, con mango de cuerno, que cada día amanece en un lugar diferente. Llegó estas navidades, envuelta en papel de ... regalo, y se ve que aún no ha encontrado un rincón que le guste. Hace tiempo que sospecho que los jarrones, las lámparas de pie o los sofás escogen, ellos mismos, dónde quieren acomodarse. Con más razón, los objetos pequeños como la grapadora o las gafas de repuesto, que anhelan establecerse en una plaza fija donde permanecer localizables.
A simple vista, el resto de objetos están en su lugar. El teléfono de baquelita, averiado, junto al sofá. El jarrón azul sobre la mesa vieja de cerezo. El libro que reproduce la obra de Basquiat en el mismo estante que los de Warhol, cerca pero no juntos, que aún saltan chispas después de aquella turbulenta exposición a cuatro manos.
La teoría del Efecto Mariposa afirma que pequeñas cambios en un lugar pueden generar graves consecuencias a miles de kilómetros. Soy incapaz de entender cómo el aleteo de un insecto en Hong Kong puede llegar a desencadenar una tempestad en Nueva York pero intuyo que vivo una experiencia parecida. Siento un temor absurdo a cambiar los objetos de sitio por si así altero el curso de los acontecimientos cercanos.
Me asomo a la ventana de internet y veo a unos líderes distópicos que amenazan con romper el orden mundial. Yo me refugio en el orden doméstico, el único que puedo controlar, con la vaga ilusión de mantener cierta sensación de serenidad.
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