Antes éramos lo que hacíamos y ahora somos lo que decimos. En un viaje de los hechos a las palabras hemos abandonado un mundo físico, ... en el que nos definía nuestro comportamiento, para habitar una sociedad virtual en la que pesan más nuestras opiniones.
En un mundo global las noticias se precipitan a un ritmo imposible de digerir pero hemos creado la necesidad apremiante de opinar sobre todo. Dedicamos un promedio de 20 segundos, poco más de un titular y una foto, a entender la última noticia de las redes. Suficiente. Al fin y al cabo, sólo utilizaremos 280 caracteres para juzgarla.
Internet nos cedió el micrófono. Fue un gran avance pero hoy sabemos que nos cuesta soltarlo más que a un borracho en un karaoke. Las redes prometieron ser una plaza pública donde fomentar el diálogo y en realidad son una sucesión de monólogos en el que nadie escucha. Se diría que quien opina de todo, en realidad está buscando forjar una opinión sobre sí mismo.
No vemos las cosas como son sino como somos. Es difícil expresar interés por los matices, deseo por conocer todos los ángulos de una noticia, cuando los algoritmos premian el trazo grueso y el blanco y negro. Cuando callar es sinónimo de complicidad y la palabra equidistante se esgrime como insulto.
Tiempos extraños. Reconozco que no tengo un criterio formado sobre todo lo que ocurre y, al mismo tiempo, aquí estoy, ocupando una columna de opinión para comentar la obsesión actual por expresar nuestras opiniones.
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