Estamos rodeados de justicieros convencidos de que decir la verdad les confiere un aura de pureza moral. Son esos que, antes de decir algo inoportuno, ... esgrimen la espada de la sinceridad. Decir la verdad aunque duela. Decir verdades como puños. Qué obsesión. Como si existiera una sola realidad. Como si toda verdad no tuviera dos caras y dos filos. La verdad única, perfecta e invariable sólo es otra invención del ser humano. Otra mentira.
Nos han contado muchas mentiras sobre la mentira. Los grandes relatos, los mitos o las creencias se han cimentado sobre fabulaciones. La historia es una ficción cosida con afirmaciones imposibles de demostrar. Me enternece quien asegura solemnemente que nunca se mentiría a sí mismo. Nuestros recuerdos, deformados por la erosión que provoca el paso del tiempo en la memoria, por los mecanismos de autodefensa, ¿cuánto conservan de verdad después de unos años?
Ser honesto no exige lapidar al prójimo. Para dormir bien basta con intentar no decir lo contrario a lo que te dicta el pensamiento. En cambio, defiendo las pequeñas mentiras porque engrasan los mecanismos de convivencia. Motivar, consolar, animar, seducir al otro nos pide a menudo embellecer la realidad. Me siento muy lejos de los que se vanaglorian de decir la verdad sin filtros. La cortesía, la empatía, la amabilidad o el respeto son precisamente eso, filtros que utilizamos para facilitar la vida en comunidad.
A lo otro, más que sinceridad, yo lo llamo grosería.
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