Cuando Rachel apaga el interruptor de la iglesia, en el techo se enciende una constelación: la luz solar entra por cientos de orificios de bala. ... Cuando bajamos a la cripta y enciende otro interruptor, brillan calaveras humanas alineadas en urnas transparentes: proyectan su sombra con una línea de luz en medio, la luz que atraviesa los cortes rectos que abrieron los machetes en los cráneos. En el genocidio ruandés de 1994, milicianos hutus asesinaron durante tres días a diez mil tutsis que se habían refugiado en esta iglesia de Nyamata, incluidos varios familiares de la guía Rachel. «Trabajo aquí porque necesito explicar que todos somos una misma gente, que nunca debemos permitir que se clasifique a las personas en grupos para luego señalarlos y atacarlos».
A un par de kilómetros está el hotel donde la semana pasada se concentró la selección ruandesa de ciclismo en vísperas del Mundial de Kigali. Allí charlé con el mecánico Rafiki Uwinana, quien corrió en aquel Team Rwanda que en 2007 unió a chavales hutus y tutsis como compañeros de equipo. Seguí con él un entrenamiento de la selección: al paso por cada pueblo despertaban un delirio de gritos y aplausos, de niños corriendo en tropel y adolescentes que esprintaban en sus bicis cargadas de bultos desafiando a los corredores; era un estallido de alegría por el Mundial y orgullo por el equipo común. «No parece un oficio muy importante», me dijo Rafiki, «pero los ciclistas ayudamos a cambiar este país».
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