Bordeo la muralla de Alcántara, un hojaldre de pizarra ya muy mordisqueado, y bajo traqueteando por la calzada hacia el fondo del barranco. Bajando entiendo ... el nombre del río, ese tajo profundo que atraviesa Iberia. Entiendo por qué los romanos tendieron aquí su puente colosal de granito, en el punto más estrecho. Entiendo por qué construyeron seis arcos tan altos, porque las crecidas se encajonaban 20 o 25 metros. Entiendo por qué Alcántara es un cogollo de castillos, monasterios y palacios, por qué fue durante siglos uno de los cuarteles generales más rotundos del poder: por el puente, único paso entre territorios inmensos.
En la orilla se alza un pequeño templo romano. «Quizá la curiosidad de los viajeros, a quienes lo nuevo agrada, querrá saber quién lo hizo y con qué propósito», dicen unos latines en el mármol. «El ilustre Lacer construyó el puente para que permanezca por los siglos en el mundo». Aquí rebanaban cuellos como ofrenda al emperador, ahora los turistas echan monedas como si el templo fuera una tragaperras. Yo ofrezco un sacrificio modesto -arranco la piel a una mandarina, riego las gradas con tres gotas- para pedir a Trajano que me mantenga fresca la curiosidad. Empiezo el viaje extremeño pedaleando hacia la presa cercana, un monstruoso muro de hormigón de 130 metros de altura con sus compuertas como fauces, y me pregunto qué sorprenderá más a los turistas dentro de dos mil años: ¿el puente imperial, la presa franquista?
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