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«Mi llamo Yasmin. Veintitrés anios. Somalia. Mi soltera. Mi gustar cocina, trabajo. No gustar policía». A Yasmin se le agotan las palabras. Apenas habla ... castellano. Pero hay silencios hasta necesarios que lo dicen todo. Al cabo de un rato de conversación, cuando estas mujeres unidas por el nexo del exilio vuelquen hacia afuera unas vivencias al límite, se levantará la pernera y descubrirá una cicatriz como un puño de ancho desde la rodilla hasta el pie. No hace falta que verbalice que la agredieron.
Junto a Yasmin, sentadas frente a una pizarra, Noy, Natia, Nune y Öslem, otras cuatro mujeres refugiadas llegadas hace varios meses a Donostia, anotan en sus cuadernos lo aprendido. Nerea del Campo Agirre les habla del 8-M, repasan un texto de la filósofa y escritora Simone de Beauvoir, y a través de su biografía conjugan verbos. Aprenden castellano en unas clases que van mucho más allá de lo académico. Bajo el título 'Empalabramiento', su profesora les ayuda a manejarse en su nueva lengua, pero a la vez a ganar confianza como mujeres, a tomar conciencia de sus derechos, a aprender lo que en los libros no está escrito, desde una perspectiva de género. «Aquí para aprender la 'ñ' no aprendemos la palabra ñu, sino co-ño», pone como ejemplo elocuente. Todas sonríen y la anécdota ayuda a romper el hielo.
Esta eibarresa de 47 años lleva tres ayudando a mujeres inmigrantes a familiarizarse con el castellano para abrirse paso en su nueva vida. Este es su primer grupo de alumnas que comparten un pasado de huida de su país por motivos políticos o religiosos. Y al aprender a hablar, las clases se convierten casi en una actividad terapéutica para el grupo, que hace piña y se apoya. Una mañana con ellas demuestra el poder de la palabra. Se abren en canal con estremecedores relatos que apenas logran hilvanar por las dificultades que tienen con el idioma. El dolor se expresa en los ojos de Noy, que rompe a llorar cuando le toca presentarse. «Soy de Armenia. Estoy soltera. Tengo dos sobrinos, mi hermana y mi prima que está aquí –le señala a Nune, con la que compartió su huida y ahora reconstruye su presente en Donostia–. Soy programadora informática. Me gusta programa de 'comedy', reír y no me gusta planchar y no gritos». Su rostro se ensombrece al reconstruir su viaje hacia el exilio. De la noche a la mañana, y por motivos políticos que prefieren no precisar porque se sienten perseguidas, huyeron de su país en coche. «Armenia-Rusia-Ucrania-Valencia», dibuja con la mano en un mapa imaginario.
A la ciudad del Turia llegaron con una mano delante y otra detrás, solo con un par de maletas y la referencia de que tenían que preguntar por la Cruz Roja. «Mucho problema con policía en Armenia», hace por explicarse. Trabajaba en el Ministerio de Hacienda. Y prefiere no contar más. También preserva su apellido, al igual que el resto de compañeras, perseguidas por diferentes realidades y contextos. En Valencia pasaron cuatro días en la calle. «No dormir, mucho cansada». La primera sorpresa fue la ayuda que les prestó la policía, cuenta. Pasaron un tiempo alojadas en la residencia Juana María y después, a través de Cruz Roja, fueron realojadas en un piso de Donostia, donde también están recibiendo el apoyo del CEAR. «Aquí yo tranquila. Reír. Queremos vivir como personas humanas y en nuestro país no se puede», dice como mejor puede detrás de sus gafas.
Nune, su prima, cuenta que era actriz de series de televisión en su país natal. En su móvil conserva fotos de rodajes y presume de algún capítulo que está colgado en internet. «Un hijo asesinado. 24 años. Un hijo en Alemania. Yo abuela, dos nietos». Su presentación corta como el hielo. Aunque procura despojarse rápidamente de las lágrimas. Le encanta la vida «tranquila», también dice odiar los gritos, curiosamente un rechazo que expresan las cinco mujeres. Y finalmente sonríe cuando confiesa que le encanta hacer la manicura. Sus uñas esculpidas no mienten. En la fotografía que ilustra el reportaje falta Natia, una madre de dos hijos natural de Georgia. Comparte piso junto con Yasmin, y las primas Noy y Nune en Donostia, de la mano de las ONG de apoyo al refugiado. Es matrona y quiere aprender rápido castellano. Presume de que su hijo pequeño, de once años, ya está haciendo sus pinitos con el euskera. «Aquí mejor para él», dice. Y agradece la hospitalidad que le han brindado en su acogida.
Özlem irrumpe en mitad de la clase como una corriente de aire fresco. Ha acudido a la Casa de las Mujeres en Donostia, donde se imparte el curso, para que le ayuden a tramitar un papel. Saluda a todas sus compañeras con un castellano más depurado que el del resto. «Yo vive, viví –se corrige a ella misma el tiempo verbal– en Perú. Ahí trabajamos en restaurante propio. Pero poco dinero, vida muy difícil para niños. Por eso vinimos aquí», resume. En su Turquía natal era profesora de Historia en la Universidad; su marido, profesor de Química. Tienen tres hijos, una chavala de 16 años y dos chicos de 14 y 9 años. «Le encanta el fútbol», dice del pequeño. «Estamos aquí por causa de política, por Erdogan –presidente de Turquía–. 750 bebés con sus madres en cárceles, periodistas, abogados... Gracias CEAR. Gracias País Vasco, España, y antes, gracias a Dios», suelta como una ráfaga porque tiene cita para completar el trámite. Y se despide en una exhalación, con su pañuelo de colores en la cabeza.
121 peticiones de asilo recibió Gipuzkoa en 2017. Las solicitudes se han multiplicado por siete en los dos últimos años, de las 17 en 2015, a las 99 y 121 de 2016 y 2017. El crecimiento ha sido paralelo al de Euskadi, donde en 2015 se recibieron 163 solicitudes, 500 en 2016 y 970 en 2017. La tendencia al alza se mantuvo en 2018. El Ministerio del Interior ya había recogido 34.861 peticiones en todo el Estado a 31 de agosto, una cifra que ya supera al total de 2017, que fueron 31.740.
33% de las solicitudes de asilo recibidas entre 2016 y 2017 corresponden a personas de nacionalidad venezolana, según Ikuspegi.
Yasmin, la primera en haberse presentado, guarda silencio desde su asiento. Tiene ganas de hablar, dice en árabe. Noy, que habla cinco lenguas, hace las veces de traductora. Cuenta que se fue de Somalia hace nueves meses. Cogió un autobús hasta Kenia, y de allí continuó hacia Gambia. A Barcelona llegó en avión. Y pasó cuatro días en el aeropuerto «por problemas de pasaporte». Su sueño es reunir a su familia en un país seguro. En Somalia viven sus padres. «Juntos, aquí», anhela esta mujer valiente, de solo 23 años, y que parece haber vivido demasiado para su juventud.
Las dos horas de clase están llegando a su fin. Profesora y alumnas se funden en un abrazo que demuestra el hilo invisible con el que ya han quedado unidas. «Que os vaya bien», despide al grupo Noy más allá de la frase hecha. Ojalá.
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