Eduardo Mendoza: «Por mucho que hayas querido quitarte de en medio siempre vuelves a tu ciudad, a tu familia»
Eduardo Mendoza Escritor ·
En su última novela, Rufo Batalla deja Nueva York y regresa a Barcelona en la Transición. «Algunos tenemos ese gen de la emigración», dice el autorEduardo Mendoza (Barcelona, 1943) sigue la pista de las andanzas de Rufo Batalla, personaje principal de 'El rey recibe', en la novela que acaba de publicar, 'El negociado del yin y del yang'. Batalla sale de Nueva York, ciudad en la que el autor de la obra vivió once años, para realizar una misión encargada por el príncipe de Livonia, un país inexistente. De allí vuelve a su ciudad, Barcelona, cuando bulle la Transición.
- El tema de la familia atraviesa toda la novela.
- Por mucho que quieras quitarte de en medio para irte a otro sitio donde no te conozcan, siempre acabas volviendo. Leyó el libro mi hermano y me dijo: «Mira, he reconocido esto, lo otro, etc.». Pensaba que me había inventado unos personajes, pero no. Salen todos, mi madre, mi hermana, mis dos hermanos, a los que he unido en uno solo. Vuelves a la familia, a tu ciudad, a tu país, después de haber intentado irte a los lugares más remotos, como el protagonista, Rufo Batalla.
- Es difícil desprenderse del origen.
- Sí. Cuando Rufo está en Nueva York, acoge a los jóvenes españoles que iban allí a buscarse la vida. Entonces, a principios de los setenta, Nueva York era una ciudad de aluvión. Más que neoyorquinos, había chinos, rusos y de todas las nacionalidades posibles. Formábamos colonias españolas y catalanas, y quedábamos con los españoles y catalanes del barrio. Al final te preguntabas para qué te habías ido tan lejos si seguías hablando de lo mismo.
- ¿Y el Nueva York del Studio 54 de Warhol y Mick Jagger?
- Estuve varias veces en la puerta para ver qué se cocía. Había gente que se vestía 'ex profeso' y alquilaba limusinas para tratar de entrar como si fueran personas importantes, pero los porteros eran implacables y listísimos. No colaba. La discoteca del glamur estaba en una ciudad en la que se quemaban edificios para cobrar los seguros y en la que había una auténtica epidemia de heroína. Recuerdo cuando fui con un amigo a comer un donut a una cafetería y sacaron del baño a una persona muerta por una sobredosis. No fue el único caso que vi.
- La suya fue la primera generación de emigrantes españoles que habían estudiado en la universidad y que no iban a trabajar de carpinteros, pintores o electricistas.
- Tenían mucho más dinero que nosotros porque esos oficios se pagaban muy bien, sobre todo en la construcción. Los aventureros pasábamos hambre y dormíamos donde podíamos. Ingenieros y economistas trabajaban de camareros y friegaplatos. Un dueño de un restaurante le dijo a uno de mis amigos: «Qué listos son los españoles que hasta los que trabajáis aquí habéis ido a la universidad».
- Esa experiencia de la emigración ¿marca o moldea a la persona?
- Yo siempre he tenido esa tendencia a marcharme y a mis hijos les ha pasado lo mismo. Algunos tenemos ese gen de la emigración. Por eso mismo luego es tan fuerte el sentimiento de la familia. Entiendes mejor lo que significa ser de un sitio aunque no quieras saber nada de él.
- ¿Le gusta la sensación de sentirse desplazado o desarraigado? Ahora vive en Londres.
- Estuve en Nueva York once años, que es mucho. Sentí que, si me quedaba más, viviría allí para siempre y no me agradaba esa idea. La vuelta fue muy difícil. Estaba encariñado con Nueva York. Tenía allí mis amigos y los de Barcelona ya estaban en otra cosa, formando familias... Pero creo que fue una buena decisión. Los emigrantes siempre tendrán un poco de recién llegados aunque lleven cuarenta años en el extranjero. Y tampoco pueden volver a sus países porque en ellos no les queda nada. Se han convertido en desconocidos y se sienten descolocados. Ahora vivo una parte del año en Londres porque me encanta ser un foráneo, tratar de entenderme en un idioma que lo hablo mal y dominar la combinación del autobús y el metro. Y ya cuando conozco unos cuantos restaurantes, me siento como un conquistador.
- Rufo Batalla empieza a ver la Transición desde la lejanía. Pero se da cuenta de la confusión que había cuando le llega la visita de una joven del Opus que quería casarse con militante maoísta de Bandera Roja.
- Casos de esos se daban con frecuencia. Pero enseguida se arreglaba todo porque el maoísta terminaba por llevar la bandera roja a la tintorería y salía bien blanca. Militar en esos partidos no solía tener demasiada transcendencia si no te metías en un gran lío. Josep Piqué y Pilar del Castillo fueron de Bandera Roja y acabaron de ministros de Aznar. Y Federico Jiménez Losantos también militó en ese partido.
- ¿Cómo definiría el carácter de su protagonista?
- Algo tiene de mí, pero he forzado su carácter y funciona como una esponja que absorbe lo que está a su alrededor en una etapa crítica de la historia de España y como un espejo en el que se reflejan los demás. Tiene que ser pasivo para recoger las opiniones de los demás.
- Pero no le falta iniciativa cuando el príncipe del inexistente reino de Livonia le encomienda una misión en Oriente. ¿Tiene algo que ver Livonia con Catalonia (Cataluña, en inglés), además de la rima?
- Pues no lo había pensado pero... En esa parte hay muchos homenajes a los escritores de aventuras como Kipling, Salgari, Stevenson y también a Dostoievski en el personaje del monje místico y borracho. Y Livonia tiene algo que ver con países como Uzbekistán o Bielorrusia, que nadie se imaginaba que algún día existirían. Vamos, como Cataluña. ¿Quién podía pensar entonces que se montaría este follón?
- ¿Y el personaje que saca dinero al extranjero? ¿Algo que ver con la realidad catalana?
- La novela está escrita el año pasado. Uno no escribe sobre el vacío.
- Hay un homenaje al género teatral, y un gran respeto por el teatro experimental, al final de la novela.
- Ya que iba haciendo un recorrido por todas mis experiencias, tenía que homenajear al teatro y al humor absurdo, con el que escribí una primera novela que he quemado. Mi padre había querido ser actor y había escrito algo. La guerra y la posguerra le obligaron a renunciar a todo pero me llevaba siempre al teatro. No le gustaba al principio que yo escribiera porque pensaba que iba a perder el tiempo. Le hubiera gustado que me presentase a unas oposiciones y me asegurase la vida. Pero nunca abandonó su afición. Un día vino muy desconcertado porque había visto una obra de Beckett. Él era de Lope de Vega y de Shakespeare, pero sabía que allí había algo valioso.
Aquélla, sólo, guión, y el futuro de Valverde
En el epílogo de 'El negociado del yin y del yang', Eduardo Mendoza se define como «ateo y aficionado al fútbol», del Barcelona, se entiende. Preguntado por la situación del Ernesto Valverde, el entrenador del Barça ahora discutido por una parte de la afición, responde: «Le tengo simpatía porque le veo un buen entrenador, un hombre serio. Pero creo que tiene los días contados. Y no por su culpa, aunque no veo que sea la persona que pueda resolver esta crisis».
Una cosa que llama la atención en la novela es el uso antiacadémico de las tildes. 'Aquélla', como pronombre, con tilde, para distinguirlo del adjetivo. Y también 'sólo' y 'guión'. «¿Por qué no voy a poner tilde a 'sólo' como adverbio, equivalente a solamente, para diferenciarlo del 'solo' de estar solo? Si no lo pones, lo tienes que deducir del contexto, y no hay necesidad», argumenta en contra de lo que recomienda la Real Academia. «No sólo los pongo en los libros sino también en los mensajes de whatsapp. Me daría vergüenza no hacerlo».