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Con exquisita puntualidad a la cita con la tormenta perfecta que se cierne sobre los medios de comunicación en general y el oficio de periodista en particular, llega hoy a las librerías 'El Director', memoria del año que David Jiménez permaneció al frente de El Mundo. El libro comienza con la propuesta del nombramiento, que pilló a Jiménez becado en Harvard, y termina con el acuerdo que pactó con la empresa y que selló su despido. Un poco antes, aún tuvo tiempo de reventar una huelga que pretendía detener el ERE para 94 trabajadores. Entre una cosa y otra, descubre que los anunciantes de un medio de comunicación tienden a ejercer presiones, quién lo hubiera sospechado. No importa: en este selfie de casi 300 páginas, Jiménez siempre sale bien parado, sobre todo cuando se hace la autocrítica.

De 'El Director' llama la atención –entre otras muchísimas cosas– la infinita benevolencia con la que Jiménez contempla la cobertura que su medio hizo del 11-M, en palabras suyas, un «nos equivocamos (...). Nos creímos en principio la mentira. Yo creo que las primeras informaciones que da el periódico realmente nos las creímos y que quizá luego no supimos salir de la trampa en la que nos habíamos metido o que nos habían metido». Bueno, peca de modesto el exdirector. Lo que su medio hizo desde el mismísimo 11-M y durante los años que siguieron no se redujo a publicar en primera página una sarta de patrañas, sino a imponer su insostenible teoría de la conspiración contra cuantos no le bailaran el agua, fueran otros periodistas, fueran incluso víctimas de la matanza.

No tenía por qué mostrarse tan humilde Jiménez en la magnitud del destrozo que para la credibilidad del periodismo supuso aquel episodio, por cuanto ni siquiera era el director en aquella época. Por otra parte, también es cierto que resulta difícil sustraerse al papel jugado en aquella infame campaña por Federico Jiménez Losantos, columnista del periódico madrileño antes, durante y después de David Jiménez, a pesar de que éste consigna en su libro el chorro de dinero que la emisora del exmaoísta recibió del PP bajo manga. Si El Director tomó alguna medida sobre el azote de las ondas, no consta en el libro.

En Jiménez (David) nunca se sabe dónde se sitúa la línea que separa el «ellos» del «nosotros» porque se coloca a veces a un lado, a veces a otro, siempre a conveniencia. En ocasiones, es redacción, en ocasiones dirección, en ocasiones empresa. Fustiga al lector con el manoseado «me atacan desde todas partes» al que se suele recurrir cuando se pretende alardear de independencia. 'El Director' primero describe en este medio -aunque no sólo- un panorama periodístico desolador, en el que la corrupción de algunos de sus redactores campa a sus anchas, con sobresueldos, prebendas y tejemanejes inconfesables con lo más grande del Ibex-35 para, a continuación, colocado en el trance de despedir a dos trabajadores, explicarnos que sudó la gota gorda. Y en lugar de 'limpiar' lo que el mismo describe como una fosa séptica de la información en la que dos despidos apenas hubieran supuesto el inicio de una urgente operación higiénica –siempre según su retrato de la redacción–, cuela de rondón el episodio del sollozo, inevitable ya en cualquier crónica de estos tristes tiempos del 'periodismo humano'.

Cómo pudo descender de reportero a director un tipo que se estrenó en la 'reuniones de primera' el día que debutó en el cargo y que jamás ejerció de jefe de sección, redactor jefe o subdirector constituye un enigme al que ni siquiera él consigue dar respuesta convincente. Sí concluye que estaba más preparado para el ejercicio del mando el última día como director que el primero, una afirmación cuestionable también a la luz de sus recientes declaraciones a un diario digital: «Eldiario.es, por ejemplo, tiene un modelo de suscripción claro. Cuantos más suscriptores tengas o más gente financiando tu periodismo, más capacidad vas a tener de poder decir las cosas que quieres». Aquí olvida la vocación tiránica del suscriptor: el citado medio fulminó al columnista Roger Senserrich por exigencia de sus lectores, lo mismo que hizo con el incómodo Rafael Reig por considerar súbitamente la dirección que había excesivos opinadores.

Pasmará comprobar cómo a partir de este lunes los mejores cerebros de izquierdas de nuestra narcisista época encumbran a quien sostiene que el calendario de protestas de la reacción contra el ERE dirigido contra 94 trabajadores, con veinte días por año trabajado y que consiguieron reducirlo a 58 despidos con 37 días de salario por año, «había sido innecesario» de la misma forma que «las guerras resultaban absurdas terminaban en un tratado de paz». Pero la realidad es muy tozuda y ni guerras, ni huelgas son absurdas. Pueden ser indeseables, crueles, dramáticas o incluso evitables –cada una en su correspondiente plano–, pero nunca son absurdas porque alteran las hegemonías, a veces incluso cuando se pierden. La afirmación puede parecer anécdotica; en realidad, encierra toda una visión del mundo, quién sabe si deudora de Harvard.

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