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En diciembre de 1993, el Papa Juan Pablo II recibió una carta en los siguientes términos: «Su Santidad: ¿Por qué la vejez? ¿Es la voluntad ... de Dios? ¿Por qué las guerras tan sangrientas? ¿Y por qué las catástrofes naturales (agua, fuego...)? Sé que Dios es bueno, pero no siendo yo un santo no me responderá, ciertamente. Usted me conoce. Soy quien escribió el libreto de la ópera 'Maximilien Kolbe' –estrenada en 1988, en torno a la vida de un franciscano polaco muerto en los campos de exterminio–. Usted me dio su bendición por escrito. Por favor, le suplico una respuesta. Estoy infinitamente angustiado por estas preguntas que nunca antes me habían apremiado. Es curioso cómo los años pasan y pasan y nunca nos paramos a pensar en cosas tan simples. Me llamo Eugène Ionesco, soy miembro de la Academia francesa. P.D.: Su Santidad, estoy infinitamente ansioso».
Sentidas palabras, patéticas y teñidas de ingenuidad con las que el creador del teatro del absurdo y del humor metafísico lanzaba una llamada de socorro al santo padre en demanda de un último rayo de luz en forma de certeza frente al enigma del mal, el dolor de los inocentes, la muerte... Preguntas que sobrevuelan las tragicomedias del autor franco-rumano donde el ser humano aparece como marioneta que se agita y se revuelve en un mundo incomprensible al que somos arrojados para una vida efímera, entre pañales y mortaja, antes de volver a sumirnos en el sueño eterno.
Al cabo de unos días, el sustituto del secretario de Estado vaticano contestó a Ionesco de manera fríamente protocolaria, burocrática, impersonal: lea la Biblia y muera en paz —le aconsejaba en esencia. Pero la cosa no acabó ahí. El 3 de marzo de 1994, el anciano doliente recibiría una segunda carta, esta vez firmada por el cardenal-arzobispo de París con la siguiente indicación: «Telefonee a mi secretario, le adjunto el número. Tiene orden de que se le ofrezca la respuesta que usted está esperando». Eugène Ionesco falleció pocos días después, a la edad de 84 años, sin recibir la anunciada respuesta. Porque no la había.
«Todos los hombres mueren solos», dice el protagonista de su obra maestra 'El rey se muere'. Solos y en la absoluta ignorancia. Incluido el sumo pontífice, impotente para aliviar las inquietudes existenciales de un agonizante.
Es así que Ionesco redactó para su lápida del cementerio de Montparnasse un epitafio que no llegaría a inscribirse: «La vida es una broma macabra que nos ha hecho Dios. Lo sabio es tomarla con humor».
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