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El apagón de esta semana nos pilló desprevenidos a todos, menos a los «cenizos», esos que se pasan la vida vaticinando desgracias. «Ya lo decía ... yo», era la frase que lanzaban al aire. Era un día primaveral: el cielo limpio, con ese azul claro no contaminado, como recién pintado. El aire era agradable, la temperatura óptima para salir a la calle, con un poco de abrigo, sin exceso ni apreturas.
Estábamos en la farmacia y, en cuanto se fue la luz, supimos que no había nada que hacer. Enseguida comenzamos a escuchar historias casi de terror: la de los viajeros que se habían quedado parados, y a oscuras, en un tenebroso túnel, la de los hombres y mujeres encerrados en un ascensor estrecho, tanto más cuanto mayor es la angustia. ¿Está permitido aullar, gritar de rabia y miedo en esas ocasiones? Las escaleras mecánicas no funcionaban. ¿Qué hacer con los que carecen de la movilidad suficiente, con quienes andan por la vida austera en silla de ruedas? Lo siguiente fue el recuento y reparto de culpas. De diez transeúntes con los que uno se topaba, cinco eran de la opinión de que era fechoría de los rusos. «¡Créeme, esto es cosa de Putin!». Y luego venía una pequeña lección de geopolítica. Tres culpaban a los servicios secretos israelíes, y, luego, venía el sermón de la montaña. Otro culpaba al Vaticano, sin más explicaciones. El último cargaba la culpa en hombros del factor humano. «¡Ha sido una avería de dimensiones bíblicas!».
Los bares no habían interrumpido su servicio. Se seguía atendiendo en el supermercado, en la carnicería, en la panadería, en los establecimientos donde se compra lo necesario y se encuentra lo básico. No había excesivo pánico. Había que pagar con monedas o billetes, y ahí sí se ve el modo en que cada cual afronta la realidad. Algunos nunca llevan dinero en efectivo. Como en los hogares casi nadie usa ya cocina a gas butano, una pregunta recurrente era dónde estaba guardada la bombona de camping gas. Pero había otras historias que poco a poco fueron aflorando, la situación de los enfermos en los hospitales, en los quirófanos, la gente que vive sola y necesita más ayuda que los demás, los recién nacidos. El teléfono dejó de funcionar, horror, no somos nada.
Luego volvió la luz, y ya entonces todos se abrazaban, como en las películas americanas, cuando el final es feliz y ganan los buenos. Pasados los días quedan en el aire varías interrogantes, y la conciencia de que cada vez menos cosas están en nuestras manos.
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