Del virus a la guerra
Estampas veraniegasSe me ocurrió ir de vacaciones con mi familia a un piso turístico para disfrutar de los placeres de la playa y la renombrada gastronomía de la ciudad, pero todo se torció
Papá, he visto una cucaracha en la cocina». «No seas exagerado, hijo, será una tortuga». «Pero es que corre mucho». «¿No puedes hablar más bajo, que te va a oír tu madre? Anda, vete a tu cuarto». «Pero es que está lleno de telarañas». «¿Lleno de qué?», preguntó desde el rellano Eulalia, mi querida esposa.
Acabábamos de llegar al piso turístico que habíamos alquilado para pasar una semana y la verdad es que no se parecía al de las fotos. Lo que se anunciaba en internet como un céntrico loft había resultado ser un lejano cuchitril con olor a gasolina porque había sido antes un garaje.
«Esto hay que limpiarlo cuanto antes», dijo Eulalia. «No te molestes, ya lo harás luego, cari». «No, si yo no pienso limpiar», me respondió con una mirada que a mí me pareció aviesa. «Maldito empoderamiento», rumié mientras descorría la cortina de un cubículo angosto para coger la escoba. Allí estaba la cucaracha. Y no corría sola.
«¡A la playa, a la playa!», comenzaron a gritar Ascensio y Candelaria, nuestros hijos. «Pero si está lloviendo», objeté. «Pues ya me dirás qué vamos a hacer», contestó Eulalia. La idea de venir a San Sebastián había sido mía, por lo que sentía que debía esforzarme por mantener viva la llama de la ilusión en mi familia. Tenía que sonreír y hacer como si hubiéramos llegado al paraíso, no había otra. «Nosotros nos vamos al bar de enfrente, que tiene soportales», dijo mi esposa. «Buena idea -exclamé- esperadme allí mientras ordeno un poco la casa». Cuatro horas después aparecí en el bar con la mejor de mis sonrisas. «Pero qué tarde es. ¿Y si cenamos aquí?», propuse.
«Papá, se me ha hecho bola», se quejó Candelaria. Quise hablar pero no podía, porque los escalopes no estaban nada tiernos y a mí también se me había acumulado en la boca aquella amalgama de nervios empanados que nos habían puesto en el plato. Sonreí y, con un esfuerzo titánico, mentí. «Cómedelo dodo, que eztá mu dierno».
«¿Y la playa?», preguntó Ascensio al día siguiente. Hacía mucho calor, estábamos frente a La Concha y allí no se veía nada, solo sombrillas. «Es que es marea alta. Mejor que vuelvan cuando baje», nos explicó una señora con un helado en la mano. Así lo hicimos y, horas más tarde, Candelaria dijo: «Papá, papá, hay una bolsa de plástico en el agua. Voy a cogerla». «No le tenía que haber dejado coger la carabela», me riñó después el socorrista que atendió a mi hija. Poco más pude oír porque de repente se desató un vendaval que nos obligó a salir corriendo de la playa. «Una galerna», nos explicó un señor con un helado en la mano.
«Lo que se anunciaba como loft resultó ser un cuchitril con olor a gasolina porque antes había sido un garaje»
Para pasar el mal trago nos fuimos de pinchos. En el primer bar tardamos una hora en llegar a la barra tan solo para descubrir que no había tortilla de patatas, que era lo que se le había antojado a Candelaria, muy afectada aún por la picadura. Para entrar al segundo tardamos otra hora. Había tortilla, pero tenía cebolla, y Ascensio era alérgico a la cebolla. Finalmente pudimos hacernos un hueco en una barra y nos pusimos morados a pinchos.
Después, los colores fueron cambiando. Eulalia se puso blanca al ver la cuenta, a Candelaria la mano se le volvió más roja si cabe y Ascensio fue tomando un tono verdoso porque la tortilla que se había zampado tenía trazas de cebolla. Yo me limité a sonreír.
No volvimos al centro. El resto de las vacaciones las pasamos en el loft viendo Telecinco. Por las noches cenábamos en el bar de enfrente. «¿A que están tiernos los escalopes?», preguntaba el camarero. «Zi, mu diernos», mentíamos todos.