Pasaba de la medianoche y cruzaba el puente de la estación cuando me tropecé con un zapato. No era de cristal pero los focos lo ... hacían brillar como quien reclama su propia historia. Una sandalia de cocktail de Dior, de tacón de aguja, sin dueña ni destino ni compañera es un signo de exclamación que grita en la penumbra.
Inspeccioné la barandilla buscando señales de lucha, escudriñé las sombras del río, mientras rogaba no encontrarme una pamela flotando, una silueta varada en la rocas. Quizá la euforia impulsó a su dueña sacar los pies por la ventanilla, con las bridas flojas, y se deslizó sin hacer ruido tras horas de maltrato en la pista de baile. Quizá una rica dama rusa, con casa en Biarritz, perdió la sandalia en el forcejeo de un secuestro. Leí hace tiempo en Sud Ouest que las mafias suelen cruzar la frontera para despistar a la policía.
La semana pasada la operación FakedeLuxe desarticuló una banda de falsificadores de artículos de lujo. La policía intervino un barco con decenas de miles de zapatos falsos. Quizá alguna de las cajas, algunos cientos, se perdieron durante la intervención. Lo habitual. O, quizá sólo es parte de un rito de abandono, como quien lanza al vacío su último paquete de tabaco. La jubilación de una vida vacía repleta de lujos.
Hice una foto y la compartí en las redes. Aún espero respuesta. Puedes perder una bufanda, un móvil, incluso un bolso con 20 mil euros en billetes usados, pero nadie vuelve a casa un viernes con un pie descalzo.
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