Forma parte ya de la postal. En el Paseo de Gracia de Barcelona, los turistas forman largas colas para entrar en las tiendas de Louis ... Vuitton, Hermés o Gucci. Me paro a observar a la gente que espera y siento que el lujo ya no es lo que era, que ya no evoca aquel universo minoritario, exclusivo, casi clandestino.
El plusmarquista es reconocible a distancia. Con más logotipos encima que un piloto de Moto GP, esa macedonia de marcas certifican su pertenencia a la élite del consumo global. La influencer da instrucciones a su asistente/pareja para que fotografíe cada uno de sus gestos. Quizá entre, quizá no, pero lleva cien selfies frente al escaparate.
Dos mujeres cubiertas de la frente a los tobillos, ocultando piel y prendas, esperan pacientemente, sosteniendo bolsas de boutiques que representan la exhibición y el deseo de mostrar. Una pareja joven del Este llevan la emoción pintada en la cara. No buscan comprar un bolso ni un cinturón, sino la fantasía de formar parte de una élite de palacios, yates y fiestas en papel couché. A su lado, tres adolescentes orientales juegan a pasarse la gorra de un cuarto amigo. Calculo que costará tres mil euros. Finalmente, el voyeur accidental, no piensa entrar ni mucho menos comprar. Se entretiene observando a la fauna mientras disfruta de un café en la terraza contigua. No sabe explicar qué es el lujo pero está seguro que no consiste en hacer cola duranteuna hora para comprar un bolso de loneta serigrafiado por doce mil euros.
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