Hace un siglo, cuando los primeros rascacielos se alzaron en Manhattan, los usuarios se quejaron de la lentitud de sus ascensores. En uno de esos ... edificios decidieron forrar el ascensor con espejos y los viajes dejaron de ser una cuenta atrás. Los pasajeros se ajustaban la corbata, alisaban su flequillo y encontraban refugio en su propia mirada reflejada. A veces, uno mismo es la compañía más soportable.
Cuando coincidimos con desconocidos en un espacio reducido establecemos un pequeño perímetro de seguridad, una frontera muda que defendemos con la mirada o un leve gesto corporal. En un ascensor, esa burbuja de intimidad casi desaparece. Miramos al techo, al suelo, a la pared, leemos rótulos y garabatos como si fueran literatura urgente. Impidan que los niños viajen solos. 450 kg. 6 personas. Aléjese de la entrada…
En el ascensor casi todos practicamos una breve coreografía de aproximación, una sonrisa, un gesto, un comentario ritual: «El tiempo está loco, no?». Hablamos del tiempo porque es algo intrascendente, un pegamento social que disipa la incomodidad de compartir con otros unos metros cúbicos de aire. Y sin embargo, nunca ha existido un momento mejor para hablar del tiempo, no como cortesía, sino como conciencia compartida. En tiempos de emergencia climática, cuando decimos, «¡ Qué noviembre más caluroso!», no describimos el cielo, avisamos del futuro. Y el futuro, como un ascensor lleno, sólo se mueve cuando todos pulsamos el mismo botón.
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