A sus 11 años, Alberto mezclaba disolvente con jugo de mango y lo inhalaba hasta que empezaba a ver un chingo de cosas: las casas ... tenían boca y le hablaban, los árboles caminaban, seres de colores bailaban frente a él. Se tumbaba en cualquier rincón de la Colonia Guerrero (Oaxaca, México), un asentamiento de 15.000 habitantes alrededor de un vertedero ilegal: eran inmigrantes rurales que no encontraban trabajo en la ciudad y se buscaban la vida rebuscando en la basura. Sin servicios públicos, sin leyes, las bandas narcotraficantes dominaban la colonia. Alberto, como otros niños, se forjó en las pandillas juveniles: recibió una paliza como prueba de ingreso y robaba en tiendas y casas para ir subiendo en la jerarquía. Un día tuvo su mejor alucinación: vio pasar a niños y niñas con trompetas, violines, clarinetes, y al cabo de un rato escuchó la fanfarria inicial de 'Así habló Zaratustra'. Salía de la escuelita Santa Cecilia, un milagro musical impulsado por un cura, familias y cooperantes. Alberto preguntó si podía asistir… y reveló un talento extraordinario con la tuba. Lo conocí a sus 14 años: un chico muy nervioso, incapaz de conversar tres minutos, erosionado por el disolvente. Pero empezaba el ensayo y se quedaba una hora clavado ante el pentagrama. Presencié la capacidad de la música para estimular la concentración y el placer: «Buf, la tuba es muy padre», decía Alberto. «Cuando toco bien una pieza, se me pone la carne de gallina».
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