Marcas de esclavitud
Icíar Bollaín cuenta la vida de un bailarín, y ya se sabe lo que eso significa: esfuerzo, sufrimiento, entrega y, con suerte, triunfo final, con la sensación de que todo mereció la pena. La historia del bailarín cubano Carlos Acosta se cuenta desde la actualidad de su libro de memorias, haciendo recuento desde la perspectiva de quien aún tiene mucho que crear y saltando continuamente entre diferentes ámbitos. La infancia y el influjo familiar, la vocación impuesta por un padre obsesionado con que fuera bailarín muy a su pesar, las coreografías que representan esos sentimientos o las creaciones destacables en su trayectoria. El propio Carlos Acosta participa en el juego como agente (se interpreta a sí mismo en la edad adulta) y testigo.
El contexto de Cuba aporta algunas tendencias discursivas muy propias del guionista Paul Laverty, desde las marcas de la esclavitud que aún se dejan notar a decir del padre (los árboles vuelven a representar la raigambre familiar como en 'El olivo'), a las frustradas ilusiones revolucionarias que se representan en el teatro inacabado que iba a ser el gran centro de las artes. Metáfora de los esfuerzos y el tesón que las personas que rodean al bailarín ponen en marcha para que su talento no se desperdicie, a pesar de su insatisfacción permanente y su deseo de quedarse apegado a su querida Cuba.
Bollaín construye un relato de lucida apariencia, algo errático en esa mezcla de tiempos y realidades, que pasa por alto algunas cosas (su vida sentimental, la deriva mental de su hermana), y con alguna tendencia al sentimentalismo, pero que acaba conformando un resultón retrato con expresivas coreografias y que como casi toda vida de esfuerzo artístico, crea empatía.