El comando de Hitler en EE UU
Un libro examina documentos que revelan el alcance de una de las más audaces y desastrosas operaciones de la Segunda Guerra Mundial
césar coca
Sábado, 6 de agosto 2016, 20:42
El capitán Hans-Heinz Lindner dio la orden de detener el submarino y salir a la superficie frente a las costas de Long Island, al noreste de EE UU, cuando apenas habían transcurrido treinta minutos del sábado 13 de junio de 1942. Así empezaba la Operación Pastorius. Cuatro hombres vestidos con uniforme del Ejército alemán saltaron desde la escotilla del U-202 a uno de los botes. Llevaban la misión de colocar explosivos en fábricas de material militar, vías férreas, carreteras de importancia estratégica y algunos objetivos sin relevancia para el curso de la guerra pero de gran efecto propagandístico. Uno de ellos era volar los grandes almacenes Macy's de Nueva York, en momento de máxima afluencia. El comando estaba formado por ocho miembros y los otros cuatro habían desembarcado en Florida al mismo tiempo. Hitler confiaba en ellos para sembrar el pánico en el corazón de EE UU, un país al que había declarado la guerra medio año antes.
Aquel 13 de junio, en mitad de la niebla, comenzó una de las más audaces y peor desarrolladas operaciones de toda la Segunda Guerra Mundial, que concluyó apenas dos meses más tarde con la ejecución en la silla eléctrica de seis miembros del comando y la condena a largas penas de cárcel de los dos restantes. Para entonces, el FBI había dado muestras de una colosal incompetencia, premiada con una condecoración a su director, J. Edgar Hoover. Y el presidente de EE UU, que tantas campañas contra la pena de muerte encabezó, había puesto en marcha todos los resortes que estaban en su mano para hacer que los ocho miembros del comando fueran cuanto antes condenados a muerte, aunque para ello debiera violentar todo el sistema de garantías judiciales. El abogado estadounidense Pierce O'Donnell, que tuvo acceso a documentos inéditos de aquel vergonzoso proceso, precedente claro de lo que sucede en Guantánamo con los detenidos a raíz del 11-S, narra en un libro (En tiempo de guerra. El ataque terrorista de Hitler contra EE UU, Ed. Galaxia Gutenberg/ Círculo de Lectores) este episodio poco conocido de la guerra y muestra cómo no es infrecuente que en las situaciones excepcionales la ley se convierta en papel mojado.
El comando
El comando estaba formado por nueve miembros que hablaban perfectamente inglés -todos habían vivido largas temporadas en EE UU- y fueron adiestrados en una granja situada junto al lago Quenz, a 45 kilómetros de Berlín. A las órdenes del teniente Walter Kappe, que había contribuido de forma decisiva a crear la primera célula nazi en EE UU, recibieron instrucciones para volar con dinamita las instalaciones de fábricas de material para la construcción de aviones en los estados de Illinois, Tennessee y Nueva York, una planta de criolita en Filadelfia, centrales hidroeléctricas en el Niágara, diversos tramos de carretera, estaciones de tren, supermercados y el puente Hell Gate y el gran almacén Macy's, en la ciudad de los rascacielos.
El comando fue equipado con explosivos y detonadores, planos detallados, dólares y documentación falsa. El 22 de mayo, después de haber tomado la noche anterior una cena opípara en un restaurante del Tiergarten, en Berlín, tomaron el tren a París. En ese momento, comenzaron los problemas porque uno de los nueve descubrió que había contraído una enfermedad venérea y tuvo que quedarse en Alemania.
En la capital francesa los ocho miembros restantes, al mando de George John Dasch, pasaron un fin de semana como turistas con dinero. Los integrantes del comando violaron una tras otra todas las normas de la discreción: se alojaron en un hotel lujoso y dejaron en las habitaciones las maletas llenas de explosivos; uno de ellos se emborrachó en un bar y no paraba de proclamar a los cuatro vientos que era un agente secreto; otro entendió que ser alemán en un país ocupado por las tropas de Hitler le daba derecho a disfrutar gratis de los servicios de una prostituta y la cosa terminó en un escándalo. Finalmente, salieron hacia Lorient, donde se dividieron en dos grupos que habían de ser transportados en sendos submarinos hasta las costas de Long Island y Florida.
Nada más desembarcar, el grupo de Long Island, que encabezaba Dasch, fue avistado por un muchacho, miembro del inexperto cuerpo de guardias costeros. El jefe del comando intentó sobornarlo para que no contara nada y un compañero comenzó a hablar en alemán. El guardia dio a entender que no sospechaba y se marchó a dar aviso a sus superiores, que pronto descubrieron semienterradas en la arena unas cajas con explosivos. Con todo, tardaron varias horas en avisar al FBI.
La confesión
Mientras, Dasch y sus tres compañeros viajaban en tren, ya vestidos de civil, hasta la Estación Central de Nueva York. De nuevo, hicieron gala de una escasa discreción: se alojaron en los mejores hoteles, se compraron trajes caros y relojes de oro y fueron a cenar a los restaurantes de moda de la ciudad. Dos días después, Dasch decidió llamar al FBI para confesar lo que habían ido a hacer a EE UU. Quería hablar con el director Hoover por un tema relacionado con unos saboteadores alemanes. El funcionario no le creyó una palabra, pero hizo una nota a sus superiores. El memorándum nunca llegó a su destino, de manera que cuando Dasch volvió a llamar días después tropezó con la incredulidad de todos sus interlocutores. Así hasta que se presentó en la oficina central del FBI, en Washington, donde tuvo que esforzarse para que dieran crédito a su historia.
El resto del comando se mostró tan poco profesional como Dasch. Dos de sus miembros, Edward Kerling y Herbert Haupt decidieron aprovechar que habían vuelto a EE UU para arreglar algunos asuntos personales mientras llegaba el momento de actuar. El primero, que había dejado en el país esposa y amante, pidió a la primera el divorcio para poder casarse con la segunda. Haupt, que abandonó a su novia cuando quedó embarazada, se presentó ante ésta para proponerle matrimonio. Ninguno de ellos perdió la oportunidad de visitar a sus amigos y familiares y hacerse los interesantes comentando que estaban a punto de hacer algo muy grande por Alemania. Dentro del proceso de normalización de su vida, Haupt llegó incluso a personarse en la oficina de reclutamiento para confesar que había escapado del país meses antes con objeto de evitar ir a la guerra pero que ahora estaba dispuesto a combatir. Luego, salió de la oficina, echó mano del dinero y corrió a comprarse un coche caro para impresionar a su novia.
El traidor quería ser héroe
Dasch había convencido a Ernest Burger, su segundo, de que si contaban todo al FBI se convertirían en héroes en EE UU. Ambos temían que en el grupo hubiese algún nazi irreductible, así que dicidieron no contar nada de sus planes a los demás. Así sucedió, menos en el caso de Haupt, cuya actitud ante la oficina de reclutamiento fue tan torpe que se hizo seguir por agentes de paisano que lo detuvieron horas después.
Cuando los ocho miembros del comando estaban ya entre rejas, el 22 de junio, el director del FBI informó al presidente Roosevelt. Hoover, un tipo que según el autor del libro En tiempo de guerra, era un especialista en la autopromoción, dio a los periodistas algunos detalles de la operación y los objetivos del grupo, pero ocultó dos datos relevantes: que la detención había sido posible por la deserción de uno de los terroristas y que el cuerpo policial que él dirigía había hecho ímprobos esfuerzos por no enterarse de nada de lo que sucedía.
Roosevelt no dudó ni un momento sobre lo que había que hacer con los ocho terroristas: ejecutarlos. La psicosis en la que vivía el país americano, que temía desde meses antes un ataque japonés, era una justificación suficiente para ello. Lo había sido de hecho para deportar a 117.000 estadounidenses de origen nipón a once campos de concentración. No se les acusaba de nada, pero fueron internados hasta 1946 sin que nadie moviera un dedo por ellos.
Sólo 85 días antes de la ejecución seis integrantes del comando (Dasch y Burger fueron condenados a 30 años y cadena perpetua, respectivamente), el almirante Canaris, su superior último, había comentado a un subordinado al firmar los despachos de la misión: «Esto le va a costar la vida a esta pobre gente».