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Urgente Retenciones en la GI-20 en Herrera por el vuelco de un vehículo con un herido
Mari Carmen y Esperanza muestransu cariño, pospuesto meses. No poder verse, abrazarse o besarse es lo que peor han llevado durante la pandemia. Fotos: F. de la Hera
Los besos no dados en las residencias

Los besos no dados en las residencias

2020 | El año del Covid ·

Drama en los geriátricos. Esperanza Urban y Mari Carmen Iglesias, madre e hija, relatanla dura vivencia en los centros asistenciales durante la pandemia

Oskar Ortiz de Guinea

San Sebastián

Jueves, 31 de diciembre 2020, 11:43

Esperanza Urban (Boltaña, Huesca, 83 años, «84 en marzo», puntualiza) no ha querido realizar ninguna celebración navideña en casa con sus hijos, Mari Carmen y Pascual Iglesias. «Ellos me adoran», aclara. Pero haber comido con los suyos el día 25 o cenar esta noche conllevaba después tener que acreditar una PCR negativa y, el verdadero inconveniente, guardar «dos semanas de cuarentena» aislada en una habitación individual de la residencia Caser Residencial Anaka de Irun. «Al principio de la pandemia ya nos tuvieron dos meses sin salir de la habitación. Y hace tres semanas me caí y me rompí la cadera y al regresar de la operación tuve que estar otras dos aislada. Se hace duro, y no quiero pasar más tiempo así», tal como obliga el protocolo en estos centros asistenciales.

Basta un saludo inicial lleno de energía y buen humor para percatarse de que Esperanza ha sido una luchadora. Y lo sigue siendo. Está lejos de ser la abuelita con aparente aspecto desvalido que le da su lento pero firme caminar con el taca-taca: «Yo pedí que me trajeran un BMW pero me dieron un Seiscientos», bromea sobre el apoyo rodante que le ayuda mientras se recupera. Suelen decir que muchas roturas de cadera son el origen y no la consecuencia de una caída. No fue el caso de Esperanza, que una noche quiso agacharse a recoger una manta que se le había caído a Melchora -su compañera de habitación, o de casa, como suelen referirse ellas-, «pero me tropecé con una palangana y ya me di cuenta de que el trompazo iba a ser gordo». Lo cuenta con gracia y retorna a la idea inicial: «Aún tengo alguna molestia, pero me dolió más los 15 días de cuarentena». Aquel aislamiento parece supurarle aún. «Acabé hasta las narices de estar sola en la habitación», lejos de Melchora, de los vecinos de otras 'casas' -que la llamaban por teléfono- y de su bingo diario. Al menos, la podían visitar sus hijos, algo no permitido durante el confinamiento. «¡Qué fue aquello!», expresa. «Este año ha sido un 'matavivos'», remata en pretérito perfecto. Porque confía en que la vacuna contra el covid dé paso a un futuro como era nuestro pasado hasta que la pandemia paralizó el calendario. «Igual me mata la vacuna, pero no el virus», enfatiza. Se siente «un poco conejillo de indias» pero no duda del fármaco. «Tenía claro que me vacunaría en cuanto pudiera. Es la única forma de acabar con esto». A partir de aquí, es secundario conducir un BMW o un 600. Es preferible poder quitarse la mascarilla que el techo descapotable. «Parecemos vaqueros del oeste con este bozal. Llegué a tener marcas de sol», se queja con sorna.

No cabe duda de que Esperanza está radiante hoy. «Los últimos días se nota otra alegría en el centro. Las noticias de la llegada de la vacuna han generado ilusión», subraya Erika García, trabajadora social que ejerce de anfitriona. «Lo que quieren todos es recuperar el día a día que tenían antes», resuelve Mari Carmen Iglesias. Ella misma lo está deseando: «Mi hermano y yo nos solíamos turnar para venir todos los días y jugar a las cartas o al bingo con otros residentes. Yo soy de dar a todos un beso o un abrazo. Y renunciar a todo esto, se hace duro. Por mí y por ellos».

Como marcan los protocolos sanitarios en Caser Anaka y el resto de centros de mayores, las visitas internas se deben realizar con una mampara de separación entre el familiar y el usuario, mientras que las salidas al exterior se han restringido a dos por semana. Aunque es poco, es mucho más que lo que se les permitía durante el confinamiento, cuando «no podíamos salir al pasillo ni hacer nada», recuerda Esperanza. Ni bingo, ni comidas en el comedor, ni visitas. «Si salíamos de la habitación -añade-, nos mandaban para adentro».

«Es un año 'matavivos'; solo acabará con esto la vacuna», dice Esperanza

Aquel régimen 'matavivos' fue duro, difícil y un tanto caótico, admite Erika. «Nunca nos habíamos enfrentado a una pandemia como esta, cada centro reaccionó un poco como pudo. A los residentes se les trataba de hacerles entender por qué no podían salir de la habitación, pero les era difícil asumir. Y más si por la ventana veían gente en la calle».

También les costó digerir la situación a las familias. «No se lo deseo a nadie», describe Mari Carmen aquella impotencia de no poder visitar a su madre. Adelanta que están «encantadas» con Caser Anaka y entiende que «los centros se tuvieron que blindar, pero los protocolos de las instituciones se olvidaron de los familiares». De hecho, la Diputación se debió reunir con familias guipuzcoanas para abordar el problema. Mari Carmen, madre de dos hijos, se las ingenió para arropar a Esperanza como pudo. «Por suerte, su ventana da a la calle y venía una vez por la mañana y por la tarde. Avisé a la Policía Municipal de que lo haría», porque esta no era razón para poder salir durante el estado de alarma. «Me solía avisar -interviene Esperanza- tirando unas monedas de dos céntimos a la ventana». Recuerda con cariño aquellos momentos en los que otros usuarios también se asomaban a ver el show de Mari Carmen. «Yo les bailaba, les gritaba, les escribía mensajes de ánimo en un cuaderno. Mi madre, que es más seria que yo, algún día sentiría un poco de vergüenza, pero sé que agradecía aquellos momentos», se le quiebra la voz a la hija.

Caser Anaka fue uno de los centros pioneros en impulsar las videollamadas, que supusieron «un gran alivio» dentro y fuera de la residencia, agradece Erika García. La Diputación terminó equipando toda la red de centros con tablets para garantizar esta opción. El recuerdo de aquellos días entre aplausos solidarios y policías de barrio en los balcones lleva a relativizar la dureza de la segunda ola de la pandemia. «A todos nos ha cogido con otro rodaje», subraya Erika. «El equipo ha trabajado de matrícula de honor y para los residentes está siendo más fácil». Las PCR semanales y la habilitación de los centros asistenciales de Ordizia y Eibar para atender a los contagiados han supuesto un alivio.

La charla con Esperanza se desarrolla en el exterior del centro. Fue la menor de 14 hermanos, crio a sus dos hijos y prácticamente a los ocho de una hermana. «Me faltó parirlos», confiesa. A los pies de los Pirineos, esta aragonesa solía caminar una hora hasta donde pastaban las vacas que debía ordeñar. «No tuvo una vida fácil», destaca su hija Mari Carmen. Todo parece poco en comparación a la pandemia. «Dame el codo», se despide Esperanza.

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