Este pasado jueves me senté a tomar algo y a cenar con unos amigos en una terraza de Donostia. Las cuatro mesas que nos rodeaban ... las componían sobre todo parejas o cuadrillas de amigas de entre 20 y 30 años. En todas las mesas las intensas conversaciones se detenían de forma abrupta por consultas a los móviles o por profundas caladas a cigarrillos o vapeadores. Me di cuenta de la realidad de las estadísticas que indican que el vapeador tiene un éxito tremendo entre los jóvenes y que sin móvil no somos nada. Y también me volvió a rondar la cabeza la idea de que somos una sociedad cargada de adicciones y obsesiones que tratamos de enmascarar como costumbres, algunas más dañinas que otras, o que directamente asimilamos como una parte inseparable de nuestro ser y que en muchas ocasiones provocan que no podamos concentrarnos en una tarea o conversación concreta más allá de un tiempo limitado.
Hagamos una prueba, traten de acabar de leer este artículo sin que nadie le interrumpa, leyendo y asimilando lo que figura en una línea y en la siguiente. Si lo hacen en un móvil, seguro que durante la lectura les llegan dos, tres, cuatro o quince whatsapps que le harán perder el hilo o directamente cerrar el texto para atender esos mensajes que no suelen tener la importancia de un S.O.S. Nos hemos convertido en una especie que debe apagar su mundo real para tratar de concentrarse en otra cosa o tratar de aprender cosas nuevas.
Con el inicio del curso escolar, en todas las comunidades salvo Euskadi (donde es cada centro el que debe regularlo) se ha tratado de vetar la utilización en las aulas del teléfono móvil entre los niños de primaria y limitarlo en secundaria. Se han repetido los reportajes en los que aparecen niños dejando en taquillas esos teléfonos móviles para no entorpecer el desarrollo normal de las clases o que las horas de recreo se conviertan en grupos de chavales con la cabeza agachada mirando sus 'smartphones'. Es una medida que de una u otra forma refleja un fracaso como sociedad, ya que se admite que no hemos sido capaces de hacer entender a esos niños y niñas que durante el tiempo que duran las lecciones deben aparcar el impulso de atender al móvil. El mero hecho de lleguen a clase y deban meterlos en esas taquillas es en sí mismo una derrota. Qué necesidad hay de que lo lleven a clase para encerrarlo si lo pueden dejar en casa. En caso de emergencia sus progenitores pueden llamar al mismo centro, y viceversa. Qué necesidad hay de que lleguen hasta la puerta del centro con un teléfono que está prohibido utilizar dentro. A la salida se lanzan como yonquis. Otras 3-4 horas de móvil, conectados a 'Whatsapp' y a 'Tik-tok', con vídeos cortos que apenas requieren concentración y dopan el cerebro de infinitos 'imputs' que le generan placer y que a su vez les transportan a una burbuja en la que rara vez atienden a nada o a nadie. Les hemos enseñado la importancia de lavarse las manos, les hemos enseñado a sumar y restar, a leer... y nos hemos decantado por la prohibición al no saber gestionar el uso correcto del móvil entre los niños.
Sabemos enseñar a leer o a sumar y restar, pero nos hemos rendido con la gestión del uso del teléfono
Lo cierto es que sabemos cuáles son las mejores fórmulas para enseñar a multiplicar y dividir; conocemos las consecuencias de no lavarnos las manos o de no abrigarnos en invierno; pero los adultos todavía no hemos sido capaces de identificar que somos una sociedad enganchada al móvil. Deberíamos reconocer que es algo que se nos ha ido de las manos. Que nos sentimos huérfanos si no miramos cada cinco-diez-quince minutos el teléfono y que nos ahogamos si vemos que nos han escrito un mensaje y no lo hemos leído y respondido. Sin reconocer que el móvil se ha convertido en una adicción y en una obsesión que produce efectos similares que otras sustancias que sí consideramos peligrosas y dañinas, no vamos a aprender a gestionar el 'mono' de hacer 'scroll' cada dos por tres.
Antes a los niños se les daba un chupito de anís o vino dulce para calmarlos. Ahora, se les pone el móvil
Antes a los niños se les daba un chupito de anís o vino dulce para calmarlos. Ahora eso nos resultaría una aberración. Para que se calmen o no molesten les permitimos que cojan el móvil y se vean unos vídeos. Esperemos que la siguiente generación también vea eso como una aberración.
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