«Me gustaría morir en la plaza»
Tuvo en sus brazos a Ava Gardner, se codeó con Orson Wells y Hemingway, se casó dos veces, tuvo seis hijos oficiales «y otros dos de estraperlo en México». El fotógrafo taurino Francisco Cano vivió de lo lindo los 103 años que estuvo entre nosotros
FRANCISCO APAOLAZA
Jueves, 28 de julio 2016, 13:53
Fue a mediados de mayo de 2013. Estábamos en el restaurante El Raim de Valencia, que es como la guarida del Zorro pero con sillas y mesas, cuando decidimos medir a Canito: lo plantamos contra la pared y le pedimos que se pusiera tieso. Pasamos un cuchillo de postre por encima de la cabeza y pedimos a la camarera un metro y un bolígrafo, o cualquier cosa que pintara, para dar fe del acontecimiento. A ella le pareció una idea estupenda.
Canito calzaba zapato de tacón, de esos que se llevan en La Habana. Trazamos en la pared una raya rabiosa, decidida. Más que hacerle una muesca, a ese tabique le pegamos una cuchillada para que quedara de por vida. Al lado de la línea, entre dos marcos con fotos taurinas del propio autor, en la pared del Raim apuntamos lo que salió del metro: 'Francisco Cano. 158 cm. 16 mayo de 2013'. Con los tacones calculamos que serían cuatro centímetros menos, pero una cosa es calibrar a un maestro y otra descalzarlo, así que dimos por buena esa cifra generosa.
Don Francisco Cano (Alicante, 1912) se despidió ayer de este mundo con dos o tres millones de fotos de toros, cien mil historias y dos docenas de secretos que se los ha guardado para siempre. Falleció en Valencia víctima de una neumonía y del paso del tiempo. Cuentan que fue el único que retrató cómo se le escapaba el alma a Manolete en la plaza de Linares, pero se quedan cortos. Esa es su increíble historia.
En las últimas décadas, se le fue haciendo la piel cada vez más fina, y así visto, pequeño, con esa gorrilla blanca que siempre llevaba, con esa lentitud anciana, parecía un galápago; pero por dentro, Paco era un leopardo. Es curioso, a algunas personas les ponen los diminutivos cuando se hacen mayores, por cariño: Cano se hizo Canito de viejo, pero no era un abuelito. «Me gustaría morir en la plaza», soltó durante aquella sobremesa en El Raim . También le contó al periodista taurino Andrés Verdeguer que se jubilaría cuando lo sacaran cuatro tíos a hombros. Ese día ha llegado y cuesta cierto trabajo imaginarlo de niño en Alicante, donde nació en una familia de doce hermanos «todos de metro diez», hijos del toldero de la playa. Se hizo boxeador y después becerrista, que eran dos de las pocas maneras que tenían en aquella época de salir de pobre. Algunos gigantes crecen así, a contrapelo.
De becerrista lo encontró la Guerra Civil, y el ejército republicano en el que luchó lo hizo torero por la fuerza de las armas. En una novillada le dieron una cornada en el escroto y contaba que había perdido un testículo. «Le pregunté al médico si quedaría bien de aquella parte y me respondió que no lo creía. Se equivocó. Tengo seis hijos oficiales de dos mujeres distintas y ¡otros dos de estraperlo en México!». Sanada la herida, escapó. Cuando llegó un camión militar a su casa pidiendo que saliera el novillero, ya andaba en Madrid escondido en un piso junto a la plaza Mayor. La suerte quiso que el dueño fuera fotógrafo y le enseñara el arte. Cuando terminó la contienda se hizo fotógrafo-novillero. Y hasta hoy, saltando de isla en isla, salvándose siempre 'in extremis' del hambre y las puñaladas, de las cornadas de la vida, fulgurante, ingenioso, blasfemo, rápido, pícaro y al tiempo entregado y sentimental, feroz como un púgil o un soldado de fortuna que hubiera sobrevivido a seis o siete guerras seguidas. Hasta ayer.
Por el ojo minúsculo, casi cerrado, han desfilado 70 años de tauromaquia. La primera suerte le vino de una deuda. El 29 de agosto del 47, Cano se presentó en la casa de Luis Miguel Dominguín a exigirle un dinero que le debía. «Eres un ratero», le dijo el fotógrafo, que a veces, si le daban demasiados pases, tenía un genio del demonio. Dominguín le convenció para que le acompañara a Linares, donde le pagaría. Fue otro capotazo, pero la cámara de Cano fue la única que captó aquella jornada la muerte de Manolete. Ese día ganó una fortuna y perdió un amigo. Le llamaba Manolo. Siempre lo recordaría moviendo la cabeza de un lado a otro en la camilla del sanatorio, muriendo.
Cano se empotró desde entonces en la cuadrilla de Luis Miguel Dominguín y fue como cabalgar un dragón. Conoció a la flor y nata de una época que se encendía como un rabo de pólvora entre los cócteles del Chicote, en las barras del bar inglés del Palace, en los ranchos de América y en las fiestas de los tentaderos. En una de esas conoció a Ava Gardner, que casi le cuesta la excomunión por decir que era «más guapa que la virgen». Esto lo relataba bajo la mirada atenta, aparentemente lejana y azul de Maruja Civera, su segunda mujer, con la que el periodista Salvador Pascual, dueño de 'Aplausos', le obligó a casarse por sorpresa en una encerrona. Lo citó en una iglesia. Estaba ella y había un cura. «Te casas».
Aventuras con Gary Cooper
Canito presumía de que nunca se declaró a Ava: «Y eso que ella estuvo en mis brazos y yo en los de ella. Ella era la que elegía». A contracorriente de la leyenda, sostenía que más que Luis Miguel, el que toreó con la actriz fue el maestro Carlos Arruza. A él le daba pie para saltar la tapia del chalé de la actriz en las madrugadas de Madrid. «Paco, pero no habrá perros, ¿no», le preguntaba asustado el matador. Cuando llegó a España, Ava confundió las letras de manera bellísima y en lugar de Cano, a Paco le llamaba 'Coño', lo que para él daba más categoría que un Nobel. Las borracheras con Hemingway y Antonio Ordóñez, las aventuras con Orson Welles y Gary Cooper...
Toda esa espuma de vida quedó retratada en millones de fotografías repartidas por los rincones de una casa que nadie ha conseguido aún poner en pie. Ni siquiera él mismo, que vivía sentado encima de montañas de recuerdos que ya nadie podrá recomponer. A principios de los noventa, el aficionado y economista francés Dominique Fournier-Level le ayudó y le compró su archivo, salvo las fotos de Manolete y las de Ava Gardner. El trato se cerró ante un notario. Fournier-Level falleció en 2003, así que a día de hoy el futuro del archivo es una interrogante, un nudo gigantesco de recuerdos, memorias y testimonios que quizás no pueda desmadejarse nunca.
Cano supo adaptarse a la era digital, pero daba igual tirar una foto o diez si no hacías la buena. «Es muy fácil hacer una foto. Lo difícil es hacer la foto», recordaba. En 2014, le dieron el Premio Nacional de Tauromaquia, que debiera haber sido el de Fotografía, aunque le reconoció su trabajo casi en tiempo de descuento. «¿Ese premio es importante?», me preguntó al teléfono. Cuando supo que era el más notable y que llevaba 30.000 euros, quiso que comiéramos una paella en la playa.
Bilbao, Valencia, Pamplona, Madrid, Sevilla, Málaga, Santander... Siguió en la brecha hasta antes de ayer. Su vida consistía en estar ahí, en el callejón con sus cámaras y su sempiterna gorrilla blanca. La primera se la trajo su hijo Vicente de Alemania. Vicente tiene 70 años ahora y Cano las compraba en una sombrerería de Zaragoza por lotes. Cuando regalaba una y estrenaba otra, la pintaba con un rotulador. En las últimas escribía: «Cano. Alicante. Desde 1912...». Hasta 2016.