Por fin, Donostia cierra. Todas las ciudades del mundo entierran el hacha de guerra en Nochevieja. Llega el año nuevo y se ponen en barbecho ... hasta la primavera, como mínimo. Aquí no. Hay que seguir hasta San Sebastián y, ya puestos, tirar hasta caldereros y carnavales.
Hasta aquí hemos llegado, a trancas y barrancas. Admiro a la gente que es capaz de mantener el entusiasmo hasta estas fechas, año tras año, contra toda lógica. Los días son cortos, llueve sin parar, hace tiempo que gastamos las ultimas monedas y la cuesta de febrero vuelve a dejar en ridículo a la de enero, a pesar de su fama. Y, sin embargo, ¡viva el carnaval!
Llama la atención, además, que el peso de esta fiesta la llevan varios de los barrios menos pudientes de la ciudad, esos donde las casas cuestan la mitad y valen una décima parte que las de las zonas de aceras anchas, papeleras limpias, bancos nuevos, calles peatonales y aceras con los adoquines amarrados al suelo, sin charcos debajo.
Pero ya vale de seguir manteniendo en alto la bandera de la ciudad. Que arreen otros. Por ejemplo los políticos, pero los de segunda división, los del Ayuntamiento, que los de primera, los del parlamento vasco, acaban de volver de las vacaciones de Navidad y no es bueno empezar a trabajar de golpe.
El próximo día festivo del calendario es el 31 de marzo, así que no hay esperanza. Toca refugiarse en casa y esperar a que escampe. En casa tendrá que ser, porque en lo Viejo, sin toldos, a ver quién se para un rato a tomar algo, con este tiempo.
Ayer me di una vuelta vestido de oso -el disfraz fetén de toda la vida a no ser que vayas a Río de Janeiro a jugar la Champions de los carnavales- para tomar el pulso de la ciudad. No pulsé nada. Tendría que haberme disfrazado de bacalao de Terranova, a ver si alguno me confundía con la sardina y trataba de mandarme a la hoguera. Al menos habría sido emocionante.
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