Los «imbéciles» también eran unos violadores
Hace año y medio, cuando los cinco integrantes de 'La Manada' se sentaron por primera vez en el banquillo de los acusados, su abogado dio ... a entender que no iba a perder energías en rebatir lo más evidente para cualquier ciudadano del país con dos dedos de frente y una mínima altura moral: que sus patrocinados eran unos impresentables a los que tenía que intentar librar de una condena de prisión por lo que ellos calificaban como sexo consentido en una madrugada de excesos sanfermineros y el letrado de su víctima, como una violación múltiple en un portal convertido en un sórdido infierno para la joven denunciante. Agustín Martínez Becerra se afanó en no negar ante la Audiencia de Pamplona y la opinión pública lo que saltaba a la vista -la cretina jactancia de unos imputados que respondían fielmente, en pleno siglo XXI, al patrón del macho más retrógrado y peligroso- y se centró en tratar de probar la pretendida inocencia de sus defendidos con un argumento chirene: el comportamiento social de los cinco resultaba propio de «unos verdaderos imbéciles», pero todos eran unos «buenos hijos» incapaces de delinquir y que se estaban viendo atrapados en un trance vital poco menos que incomprensible y desmedido.
Y los «buenos hijos» de buenas familias, ya se sabe, no violan desaprensivamente a ninguna mujer. Todo lo más, consuman una de sus hazañas sexuales con una cualquiera, una buscona, que se les puso a tiro en plena noche de juerga. Esta ha sido la columna vertebral de la defensa asumida hasta ayer mismo, ante el Supremo, por Martínez Becerra: no hubo agresión sexual por más que sus representados sean unos patanes y era ella, la víctima, la que tenía que haber explicitado que si no quería, no quería. Y proclamarlo bien alto para que ningún hombre pueda confundirse y llegar a pensar que si te conduce a un rincón oscuro con sus colegas y te somete a diez penetraciones orales, anales y vaginales mientras tú no reaccionas, es porque, en el fondo, lo deseas y te gusta.
Pues bien, el Alto Tribunal ha sentenciado que sí, que en este caso desgarrador era posible ser, desde siempre, un perfecto imbécil y cometer una violación no en solitario, sino con la impunidad calenturienta que confiere siempre propasarse en grupo. Amparados por la tribu, protegidos por el rebaño. La imbecilidad ha sido, de hecho y en gran medida, lo que ha conducido a los agresores a acabar identificados como tales -como unos violadores- y condenados cada uno a 15 años de prisión que han empezado a purgar ya, por la vía rápida, ante el riesgo de fuga. Porque nunca sabremos cómo se habría resuelto este sumario si los imputados no hubieran grabado lo que perpetraban aquella madrugada y no hubieran alardeado a través de Whatsapp de su presunto músculo sexual. Nunca sabremos si los conciudadanos de la joven rota en lo más íntimo habrían reaccionado con una indignación tan rotunda si los protagonistas de esta lacerante historia -y con ellos, su abogado- no hubieran sido tan descarados, tan exhibicionistas, tan sobrados.
Expertos juristas han recordado cómo el Código Penal enmarcó durante casi siglo y medio -de 1848 a 1989- los ataques a la libertad sexual en el capítulo de los delitos «contra la honestidad». Una calificación que ha venido remitiendo a una concepción masculina y machista del Derecho y del lenguaje jurídico. Pero la indefinición o las lagunas que pueda tener la legislación vigente no bastan para explicar cómo hemos llegado hasta aquí. Cómo es posible que donde cinco magistrados del Supremo, la más alta instancia penal del país, ven probado sin sombra de duda que 'La Manada' violó a su víctima y que lo hizo de forma grupal y continuada, la mayoría de sus compañeros de la Audiencia de Pamplona y del Tribunal Superior de Navarra lo dejaran en abusos basándose en los mismos presupuestos legales; y cómo uno de los magistrados pamploneses llegó a pedir la absolución de los procesados al no apreciar delito alguno.
No parece un problema derivado del alcance del Código Penal, aunque éste deba, seguramente, clarificarse. Parece una cuestión de interpretación, un margen que siempre opera en Derecho ante casuísticas dispares. Pero que en este caso resulta particularmente desconcertante. Porque a la espera de que el Supremo redacte su sentencia, el comunicado de dos folios en el que explica su veredicto describe un «auténtico escenario intimidatorio» sobre la víctima que no difiere en demasía del que relataban los jueces que limitaron a abusos la condena contra 'La Manada'. Y ese mismo comunicado resulta del todo incompatible con el regodeo con el que el juez que reclamó la libertad de los imputados trató de desacreditar el testimonio de la denunciante.
Frente a esa mirada que entre líneas culpaba a la víctima de lo que había padecido, trivializándolo, el Supremo retira toda carga de sospecha de sus hombros, niega tajantemente que ella se lo buscara y sienta cátedra sobre que 'no es no' también cuando estás tan bloqueada que no aciertas ni a quejarte mientras varios hombres embrutecidos se exceden contigo. Hombres tan imbéciles como para ir por la vida pensando que podían despreciar a las mujeres sin que les alcanzara el castigo. Hombres tan imbéciles como para dejar tirada, semidesnuda, a una joven en un portal y salir a proclamarlo a los cuatro vientos. Hombres que dejaron de ser imbéciles para convertirse en unos malvados aquella noche terrible e inolvidable en la que violaron a su víctima.
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