El lehendakari convocó el pasado 5 de febrero unas elecciones que se tenían que haber celebrado el 5 de abril, pero la devastadora pandemia del Covid-19 obligó su suspensión con un procedimiento jurídico inédito hasta la fecha. Los vacíos legales se pudieron solventar y Urkullu, quien convocó esos comicios, los dejó en suspenso en un nuevo decreto. En ese caso el lehendakari escuchó a los partidos y el jueves volverá a escuchar su postura, pero siempre será suya la prerrogativa de la convocatoria.
La situación sanitaria es sumamente delicada en la actualidad, sobre todo porque se empiezan a abrir las primeras puertas de una desescalada efectiva, pero también es cierto que Euskadi no puede prolongar en exceso su interinidad política –aunque el Gobierno no esté en funciones– ni vivir en una prolongada campaña electoral soterrada. No es bueno para nadie y menos en una coyuntura de emergencia en la que los poderes públicos deben responder con eficacia y solvencia a las muchas necesidades que el coronavirus ha generado en la sociedad, y sobre todo en los colectivos más vulnerables.
Por este motivo, el último aviso del portavoz del Gobierno Vasco, Josu Erkoreka, de que si no se celebran en julio las elecciones sería muy probable que la convocatoria electoral se pospusiera hasta la primavera del próximo año no deja de ser una peligrosa posibilidad en el imprevisible horizonte sanitario. Jugarse la convocatoria electoral solo a la carta de octubre, con la amenaza apuntada por los técnicos de un posible repunte epidémico, no deja de ser un riesgo innecesario. La Euskadi postconfinamiento necesita certidumbre y unos resortes institucionales sólidos para afrontar todos los retos que vienen. Habrá que reestructurar los vigentes presupuestos y elaborar para el año que viene unas cuentas para la reconstrucción vasca. Y eso es casi imposible con una campaña latente.