En el silencio blanco
Después de la broma pesada de sernos arrojados al escenario terrícola sin siquiera nuestra aquiescencia; que es verdad, como decía el gran Lope que, «si ... culpa el concebir, nacer tormento, / guerra el vivir, la muerte fin humano; / si después de hombre, tierra y vil gusano, / y después de gusano, polvo y viento; / Si viento nada, y nada el fundamento,/ flor la hermosura, la ambición tirano,/ la fama y gloria pensamiento vano,/ y vano cuanto piensa el pensamiento:/ ¿Quién anda en este mar para anegarse? / ¿De qué sirve en quimeras sumergirse/ ni pensar otra cosa que en salvarse? / ¿ De qué sirve estimarse y preferirse,/ buscar memoria habiendo de olvidarse,/ y edificar habiendo de partirse ?»; es decir, después de esta arenga versificada, en lo mínimo en lo que uno piensa es en prolongar esa estancia al menos durante un siglo, que es una edad ésa que, un consultor diario de esquelas mortuorias sabe que es cosa ya superada con creces por muchos de nuestros inmediatos antecesores, pero que, visto lo que estamos viendo, con las prietas vanguardias tan virulentas de ejércitos virales, que envidiarían hasta las huestes de Gengis Khan y Atila se teme que no se nos dé esa oportunidad, por lo que, césese de inmediato el asedio a los coloquios y coqueterías en torno a la Dama Negra como en tiempos más propicios practicábamos con tanta desfachatez y tan placenteramente que es hora a la que corresponde abroquelarse tras el arnés, encasquetarse alguna capucha que guarezca la parte más noble de nuestro cuerpo como es la cabeza, dejarse al rinoceronte que en todo caso al final somos para que piafe y solace a su gusto y cubiertos que se sean estos primarios lugares anatómicos con los debidos paramentos, he aquí que hemos llegado ya a lo esencial: que, para poder desenvolverme con la debida franquicia en este trance, y dado que el obligado confinamiento hogareño me impulsa más aún a reptar entre viejas lecturas, acudo al sólido favor de un tal Michel Eyquem, Señor del Castillo de Montaigne (1533-1592), buen conocedor de lo que viene a ser eso de la reclusión o clausura que durante estos días tanto se habla.
Es decir el del caso de arrejuntarnos todos en nuestra propia casa no sea que los temperos ajenos nos solivianten los propios hasta tal punto que nos lleven incontestablemente al broquel sin fin que se están cerrando hasta cementerios y cremaciones; puesto que él sí que se confinó en su palacio bordelés para escribir su magna obra ensayística, que, con un algo de imaginación yuxtapuesta, nos le podemos verlo en lo pino de su torre como a calzón quitado, las ideas fluyendo como manantial sonoro y bravo, con su seguidilla de estrujamiento de sesos para que su dicción se nos aclare que, en el capítulo XLII de ése su libro, dedicado a mostrarnos «De la desigualdad que existe entre nosotros», nos cuenta aquel episodio de cuando Pirro intentaba invadir Italia y, Cineas, su consejero precedente, queriéndole hacer sentir la vanidad de su ambición, le dijo: ¿Con qué fin, señor, emprendéis este gran propósito?. «Para hacerme dueño de Italia» –respondió el soberano–. «¿Y luego, siguió el consejero, cuando la hayáis ganado?». « Conquistaré la Galia y España. ¿Y después?. Después subyugaré el África; y, por último, cuando haya conseguido dominar el mundo, descansaré y viviré contento y a mis anchas». «Por Dios, Señor –respondió Cineas al oír esto– ; decidme; «¿Por qué no realizáis desde este instante vuestro intento?». Una cita de Cornelio Nepote en su 'Vida de Atico', en la que se dice que «Mores cuique sui fingunt fortunam', que lo que se nos ocurre en primera instancia es a espetar a ese bichito que se tome su descanso después de la siega realizada que no es poca según dicen y que al entero mundo sobrecoge, que considere desde su mesa de festín tan llena de exquisitas viandas que, si se traga todo lo que se está sirviendo ¿qué podrá seguir comiendo cuando se le acabe este banquete orgiástico? que, no sé por qué se me hace acosadora, me retiembla en los párpados y en la retina y en el iris, y en las lúgubres pesadillas de las esperas sin esperanza, que se lo leí en un tiempo tan pasado a un tal Jack London, viajero de tantas aventuras trágicas de duros y hasta extremados desiertos del alma, que para siempre se me quedó fija aquella narrativa de la espera nada agradable de 'hallarse solo y dominado por pensamientos lúgubres en medio del silencio blanco', que 'el silencio de la oscuridad es compasivo, se cierne sobre el hombre como protegiéndole y exhala mil consuelos intangibles, pero el silencio blanco, brillante, cristalino y frío bajo un cielo de acero, es sencillamente despiadado', que rememorada esta lectura de esa estancia, en lo que uno se queda sumergido es, precisamente en ese silencio tan blanco hasta los límites de la nada...
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