Schengen en el imaginario europeo
Tal día como hoy del año 1995, entró en vigor el Acuerdo de Schengen en siete países europeos (Alemania, Bélgica, España, Francia, Luxemburgo, los Países ... Bajos y Portugal), aunque sus antecedentes se remonten al 14 de junio de 1985 sin España ni Portugal. Veinticinco años después de la medida que suprimía los controles de las fronteras interiores entre los países firmantes, nos hallamos inmersos en una nueva y crucial travesía de la historia europea.
El Acuerdo, firmado en la ciudad luxemburguesa de Schengen en 1985, establecía un espacio común que incluía gran parte del continente europeo y en el mismo se aplicarían normas comunes de control de las fronteras exteriores, de visados y de cooperación entre los servicios policiales y judiciales en el ámbito penal. El espacio Schengen incluye a casi todos los países de la UE con algunas excepciones (Bulgaria, Croacia, Chipre, Irlanda, Reino Unido –ahora fuera– y Rumanía), así como países extracomunitarios como Islandia, Liechtenstein, Noruega y Suiza. Veintiséis estados bajo este paraguas normativo que se integró en el marco institucional y jurídico de la UE mediante un protocolo anexo al Tratado de Ámsterdam, firmado el 2 de octubre de 1997 y que entró en vigor el 1 de mayo de 1999.
La sorprendente velocidad que han adquirido los acontecimientos en los últimos 25 años en la Unión, incluido Schengen, y su capacidad para redefinir cualquier plan de los gobiernos, no deja de sorprendernos. Los acuerdos transnacionales van perdiendo sentido según transcurre el tiempo y necesitan redefiniciones que los ubiquen en una realidad que anega y rebosa sus estructuras y que cuestiona muchos de los fundamentos por los que fueron decretados. Y esto es lo que ha ocurrido con un Acuerdo cuyo germen estaba ya en la mente de muchos de los padres fundadores cuando elaboraron los Tratados de Roma, soñando con la libre circulación de ciudadanos y trabajadores como pilar de la integración y de la ciudadanía europea.
La irrupción de la epidemia generada por el Covid-19, las muertes que está produciendo en Italia, España y otros países europeos y el pánico general que ello ocasiona y propaga en los ciudadanos hacen peligrar la libre circulación de personas y, por tanto, la naturaleza del histórico y fructífero Acuerdo Schengen. Acuerdo que nunca fue sobre ruedas pero al que la extensión de la epidemia, la presión del terrorismo y el nuevo empuje migratorio propiciado por la apertura controlada de las fronteras turcas vuelve a poner contra las cuerdas.
Con el recuerdo fresco de la crisis migratoria de 2015, la prioridad de la UE es la de sellar sus fronteras exteriores. La crisis del modelo de 1985 tiene importantes consecuencias para la estructura comunitaria: el proyecto europeo se sustenta en la confianza entre sus miembros y esa confianza, por la ruptura de la regla del consenso y por las cicatrices de la humillación de los rescates soberanos y la crisis de deuda, se está erosionando a pasos agigantados; la reimposición de controles fronterizos supone una dolorosa marcha atrás para un proyecto que solo sabe avanzar; las nuevas aduanas son temporales solo sobre el papel y los filtros fronterizos castigarán duramente el comercio (entre 5.000 y 18.000 millones de euros anuales).
Con este último punto estamos hablando del vínculo que más une a los socios europeos junto con el libre tránsito de personas, y el motivo por el que Schengen no se entiende sin el tratado sobre el Acta Única Europea en 1986, que promovía la creación de un mercado sin fronteras para mercancías, personas, servicios y capitales.
Con el problema del Covid-19, la UE vuelve a equivocarse como erró en la solución de la crisis de 2008. Sólo que ahora su equivocación, su falta de liderazgo, su incapacidad para proporcionar respuesta a la emergencia sanitaria y a la muerte de numerosas personas va a ser mucho más visible y más difícil de disimular. El sálvese quien pueda, o que cada Estado resuelva por su cuenta, propiciado, una vez más, por nuestros amigos alemanes, está condenando a muerte a la Unión. El programa de compra de activos públicos y privados por 750.000 millones es una solución idéntica a la de la crisis económica y financiera de 2008, centrada en oxigenar los mercados financieros y abandonando a quienes más ayuda necesitan.
La UE está extenuada a causa de hechos exógenos cuyo alcance puede equipararse al de un conflicto bélico. Lo está tras una década de profunda crisis económica que ha condicionado el funcionamiento de la democracia. Con un proceso de integración todavía parcial que cuestiona su legitimación política y democrática. Tras más de un quinquenio de crisis migratoria. Con una total inoperancia para responder a la epidemia del Covid-19. En definitiva, débil, envejecida, turbada y dividida. A pesar de todo ello, nuestra necesidad de Europa es imperiosa.
¿Tienes una suscripción? Inicia sesión