Revoluciones que envejecen
El oficio de vivir ·
Fidel Castro entró en La Habana en 1959 declarando: «No me interesa el poder, ni contemplo asumirlo en momento alguno»Nacen, crecen, se desarrollan y se extinguen igual que los seres vivos, pero mientras en estos longevidad equivale a éxito evolutivo, para las revoluciones supone ... decadencia y fracaso. Es porque necesitan alentar la idea de que todos los días son aquel primer día, el del acto fundacional y 'glorioso'. Y les ocurre así lo que al Dorian Gray de Oscar Wilde que, bajo su aparente lozanía y vigor, acaba escondiendo la más aterradora decrepitud física y moral. Por ello, paradójicamente, las revoluciones no realizadas, como las anarquistas o las románticas, suelen ir aureoladas de un prestigio superior a las que sí han madurado.
La primera, la francesa, bien que aún se siga celebrando con fanfarria militar y verbenas, murió de niña y en baño de sangre. Los revolucionarios de 1789 aprobaron la abolición de la tortura y, acto seguido, pusieron a funcionar la guillotina, máquina ilustrada nacida de la hibridación de la ciencia médica con la mecánica para hacer de la muerte –decían− un acto de Humanidad, Igualdad y Racionalidad. El inquisidor Torquemada encendía la hoguera purificadora en nombre de Dios y el iluminado Robespierre dejaba caer la cuchilla en nombre de la diosa Razón. Tanto da que da tanto.
Demasiadas veces la historia se ha aventurado por caminos empedrados de utópicos proyectos y bajo la guía de visionarios salvadores, desembocando en un infierno autoritario. En presencia del macabro baile de cabezas cortadas sobre la punta de las picas, Danton se enardecía: «Vamos a ser terribles para que no lo tenga que ser el pueblo». Y Lenin, tras imponer la dictadura bolchevique contradiciendo sus promesas de 1917, eructó desafiante: «La libertad, ¿para qué? ¿Qué iba a hacer el pueblo con ella?».
De otra aunque no del todo distinta pasta estaba hecho Fidel Castro, quien entró en La Habana en 1959 declarando: «No me interesa el poder, ni contemplo asumirlo en momento alguno», pero ya no se bajó del pedestal hasta que sonó su hora. Fue un caso para psicoanalizar. En una entrevista confesó: «A veces tengo la impresión de que hago el amor con la Revolución». Pobrecita ella, 57 años soportando a un caudillo estuprador de barbas largas y verbo sobrado pero falto de palabra.
Ahora, aquel país, hambriento y enfermo, se levanta contra una dictadura exhausta. En el viejo mundo esto nos pilla también mayores. Pues si bien ya no damos confianza a ninguna revolución, comprendemos casi todas las revueltas: Cuba, Nicaragua, Rusia, Bielorrusia, Birmania... Y las que vendrán.
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