Lo presencial
Visto lo ocurrido con bancos y citas previas en instituciones, da miedo que los avances tecnológicos atropellen valores esenciales
Dicen los músicos que no es lo mismo tocar en una sala vacía, que eso tan indefinible como la energía que rebotan los oyentes es ... determinante para su interpretación. Dicen los estudiantes que, por áspero que sea, prefieren al profesor 'de cuerpo presente' al virtual. Dicen los pacientes que no resulta cómoda la consulta médica a través de la pantalla. Presencia, presencia, presencia. Ahora que imaginamos el fin de muchas restricciones, la necesidad de la inmediatez física se impone con un poderío que trastorna resultados electorales, provoca concentraciones imprudentes y estimula todo tipo de reencuentros. Sí, la victoria de Ayuso, los escándalos que nos suscitan los botellones del fin de semana o los atascos en la carretera, todo nos habla de las ganas de movernos y de la necesidad de estar juntos.
Y, sin embargo, una de las consecuencias más interesantes de la pandemia ha sido la forzosa inmersión en las ventajas de lo virtual. Hemos descubierto que es posible estudiar, trabajar y relacionarse a distancia, ahorrando trámites, viajes y esperas engorrosas gracias al ordenador. La vida rural se ha hecho accesible porque buena parte de las ventajas de la urbe son ahora viables a golpe de clic. Un mayor contacto con la naturaleza, más regularidad en los horarios, una vida familiar intensa y la reducción en los hábitos de consumo han sido algunos de los aspectos colaterales al tremendo desastre que está suponiendo la pandemia para muchas personas. Aspectos que me impiden compartir la opinión de que ha sido «un tiempo perdido», como dicen algunos. De todo se aprende y está en nuestra mano quedarnos con los aspectos positivos que ha provocado el coronavirus.
Nos han y nos hemos obligado a guardar las distancias, ya por respeto a la salud, a las normas o a las aprehensiones ajenas, pero la necesidad de presencia se impone como una expresión cuasi instintiva de nuestra humanidad. Al mismo tiempo, resulta genial que podamos hacer la declaración de Hacienda desde casa, mirar escaparates virtuales sin movernos del sofá o realizar en segundos los trámites de fotos o texto que antaño nos llevaban días o semanas. Así que ya ven, el equilibrio entre las ventajas de lo presencial y de lo virtual parece precario. Ahora bien, me asusta que esa inmediatez con la que seleccionamos la película, realizamos la conexión o ejecutamos la compra virtual pretendamos aplicarla a la vida diaria: ni las tareas domésticas ni el estudio ni el crecimiento de los tomates se desarrolla al ritmo prodigioso del mundo virtual.
Hay que adaptarse a los nuevos tiempos, sí, pero la pandemia ha evidenciado el creciente impacto de la soledad
Equívocos posibles del avance tecnológico que nos amenazan a todos: debilitan en los niños la tolerancia ante la frustración y, en el ámbito adulto, sobre todo entre empresarios y burócratas, invitan a confundir lo posible con lo necesario. Visto lo que está ocurriendo con los bancos y con las citas previas de muchas instituciones, da miedo que los avances tecnológicos atropellen algunos valores esenciales. Y me explico.
Observo cada mañana las colas formadas ante los establecimientos bancarios y me acongoja la crueldad con que diversas entidades están suprimiendo los servicios de caja y de atención personalizada, como si el uso de internet y de los cajeros automáticos fuera una disposición inexcusable. Humillación informática similar me parece que ayuntamientos, diputaciones y otras instituciones públicas hayan suprimido la información postal de recibos y notificaciones, forzando una conexión telemática a personas que no pueden o no quieren utilizarla.
Hay que adaptarse a los tiempos, sí, pero, más allá de los argumentos económicos y funcionales, esta pandemia ha puesto de manifiesto el creciente impacto de la soledad como característica creciente de las sociedades desarrolladas. Si ya en 2018 Inglaterra creó un departamento gubernamental para ocuparse del aislamiento de nueve millones de británicos, la pandemia no ha hecho sino incrementar la alarma. En Japón como en Estados Unidos o entre nosotros, surgen iniciativas solidarias en los barrios, en las ONG, creando viviendas compartidas, 'cohousing', e iniciativas de acompañamiento para mitigar la creciente soledad en la que habitan cada vez más ciudadanos.
El daño psicológico de tantas restricciones afecta a todas las edades –la llamada de atención sobre salud mental que realizó Errejón en el Congreso no debería caer en saco roto–, pero muy especialmente a los mayores. Está muy bien lamentar la crudeza de su aislamiento, pero estaría mucho mejor no incrementar las dificultades inherentes a su edad privándoles del contacto humano de una visita al ambulatorio, una gestión en el banco o una charla en el supermercado. La tecnología es estupenda siempre que no nos deshumanice.
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