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Las cosas, ya se sabe, tienen esa manía de complicarse solas, como si una fuerza invisible se empeñara en enredar los hilos hasta hacer un ... ovillo inextricable. Y en este... digamos, territorio singular, donde la política a menudo parece un juego de niños malcriados, la complicación alcanza cotas de auténtica maestría. Los proyectos que deberían servir al ciudadano, esos que prometen puentes donde hay precipicios y fuentes donde hay sequía, quedan atrapados en el laberinto de la burocracia, en la telaraña de los intereses partidistas. Se dilatan, se postergan, se olvidan. Existe una distancia cada vez más insondable entre la clase política y la realidad cotidiana de sus ciudadanos. Esta brecha, que se abre como una falla tectónica entre el poder y el pueblo, no es un fenómeno repentino, sino el resultado de un proceso gradual de alejamiento, donde la esfera política se ha ido blindando en una burbuja de privilegios y abstracciones.
Este proceso de 'divinización' tiene sus raíces en la propia naturaleza del poder. La posesión del mismo, con su capacidad de influir en las vidas de miles o millones de personas, genera una sensación de excepcionalidad, una ilusión de superioridad que se alimenta de la deferencia y la adulación. El político, rodeado de asesores y protegido por un séquito de colaboradores, pierde el contacto con la crudeza de la realidad, se acostumbra a que sus necesidades sean satisfechas de inmediato y a que sus opiniones sean tratadas con reverencia.
Ser gestor y administrador público debería ser algo más que un cargo, un título, una línea en el currículum. Debería ser una vocación, un compromiso, una responsabilidad asumida con la solemnidad de un juramento hipocrático, pero en lugar de «no hacer daño», el lema sería «intentar no empeorar las cosas, si es humanamente posible». Desde los tiempos de la polis griega, donde la administración de la cosa pública era un asunto de elites que debatían con togas impecables mientras los esclavos hacían el trabajo sucio, hasta nuestros días, donde la burocracia se ha convertido en un ente insaciable que se alimenta de papeleo y trámites interminables, la gestión pública ha estado marcada por la ambición, la corrupción y la ineficiencia. en una especie de tragicomedia donde los actores se toman demasiado en serio a sí mismos y olvidan que el público está pagando por ver una obra decente.
El liberalismo económico, con su énfasis en la desregulación y la privatización, ha añadido una nueva capa de complejidad al problema. La idea de que el mercado es el mejor gestor de los recursos públicos, como si el dinero fuera una especie de varita mágica capaz de solucionar todos los problemas, ha llevado a la externalización de servicios esenciales, a la precarización del empleo público y a la pérdida de control sobre sectores estratégicos. Y aunque es cierto que la iniciativa privada puede aportar eficiencia y dinamismo, también es cierto que su lógica es la del beneficio, no la del servicio público. Es como dejar que un zorro cuide el gallinero, con la esperanza de que se conforme con mirar.
En este contexto, la pregunta sobre el bien común se vuelve aún más acuciante. ¿Cómo conciliar los intereses privados con las necesidades públicas? ¿Cómo garantizar que la gestión de los recursos se haga de forma transparente y responsable? ¿Cómo evitar que la política se convierta en un mercado persa donde se intercambian favores y prebendas? Preguntas que flotan en el aire, como globos de helio a punto de desaparecer en la inmensidad del cielo. Y mientras tanto, la vida sigue su curso, con su dosis diaria de absurdo y sinsentido, los problemas cotidianos se acumulan, las responsabilidades apremian, y es fácil sentirse atrapado en una red de procedimientos que parecen absorber el tiempo y la energía. La responsabilidad de esta situación no recae únicamente en la clase política. La sociedad, con la tendencia a idealizar a los líderes y a depositar en ellos expectativas desmesuradas, también tenemos parte de culpa. Se espera que los políticos sean seres infalibles, capaces de solucionar todos los problemas con un golpe de varita mágica. Se les otorga un poder casi mesiánico, olvidando que son seres humanos, con sus limitaciones y sus debilidades.
Una no puede evitar pensar, con mezcla de ironía y tristeza, que tal vez la solución no esté en buscar respuestas complejas a preguntas complejas, sino en aplicar un poco de sentido común, ese bien tan escaso en los tiempos que corren. Tal vez la solución sea simplemente recordar que el dinero público no es un botín de guerra, sino un recurso que debe ser gestionado con responsabilidad, con transparencia, con la mirada puesta en el bien común, ese concepto escurridizo que, a pesar de todo, sigue siendo la brújula que debería guiar nuestras acciones. No es un sentimiento individual, aislado; se construye en comunidad, se comparte, se contagia. Es un acto de rebeldía frente al individualismo, frente al egoísmo, frente a la indiferencia. Y así, surgen pequeños focos de resistencia, pequeñas chispas de esperanza que se niegan a apagarse...
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