Vocación a tipo variable
Ahora se aplaude el pelotazo, el negocio que triunfa en seis meses, la fama que brota de un vídeo viral... y el esfuerzo se ha vuelto invisible, casi una vulgaridad
Hay un nuevo signo vital para medir la ambición, y no tiene que ver con el latido del corazón, sino con el coste del ladrillo. ... Es el abismo entre la vocación, ese impulso irracional que te pide ser actriz, poeta o ebanista, y la realidad, ese portal inmobiliario que te sugiere amablemente que te dediques a la ingeniería de software, a poder ser en Zúrich. Antes el drama era elegir entre el corazón y la cabeza; ahora es entre el corazón y la hipoteca a tipo variable.
Pensemos en nuestra protagonista. Una mujer con el don del teatro que creció en un lugar de certezas, donde el trabajo era algo que se podía tocar –el taller, la tienda, la tierra– y el futuro era una línea recta. Su vocación, claro, era una anomalía. Un capricho exótico en un ecosistema diseñado para la sagrada trinidad del funcionariado, la industria o la herencia. Allí, el mérito consistía en no dar un portazo.
Pero el talento, terco como es, necesita un escenario más grande. Y salta a la ciudad. La gran promesa de la metrópoli: un lugar donde ser juzgado solo por tu valía. Lo que no le contaron es que, para subir al escenario, primero hay que sobrevivir al casting más duro de todos: el del alquiler.
El vacío de quien renuncia por miedo a la primera factura devora un futuro individual y nuestro porvenir colectivo
Pronto descubre que la legendaria libertad urbana consiste en tener tres trabajos a tiempo parcial y la habilidad de un funambulista para hacer la compra semanal con el presupuesto de un café en la terraza de moda. Su trabajo ya no es un sustantivo, sino una colección de gerundios para llegar a fin de mes: sirviendo mesas, guiando a turistas despistados, traduciendo menús con errores poéticos. Su identidad artística debe competir con su perfil de 'anfitriona cinco estrellas', y sus redes sociales deben parecer tan apetecibles como un pintxo de autor, no vaya a ser que alguien sospeche que las pasa canutas. Al expulsar a quienes viven en el alambre de la creación, no solo perdemos artistas; perdemos el espejo en el que mirarnos, la voz que cuenta la ciudad, el pueblo, el origen... que no sale en los folletos.
Vivimos en la cultura del atajo, del resultado sin proceso. Se aplaude el pelotazo, el negocio que triunfa en seis meses, la fama que brota de un vídeo viral. El esfuerzo se ha vuelto invisible, casi una vulgaridad. En esta carrera, la vocación es ese corredor de fondo que mira con perplejidad cómo otros inauguran el podio sin haberse atado siquiera las zapatillas. El desánimo no nace del rechazo, sino de la sensación de estar participando en la competición equivocada, una donde se premia el ruido y no la música.
Imaginemos que, tras años de sacrificios, el gran papel nunca llega. El tribunal de la lógica imperante, ese formado por quienes siempre parecen tener la respuesta a todo en una servilleta de tela, dictará sentencia: fracaso. Pero confundimos el marcador con el partido. La victoria de esta mujer no estaba en las marquesinas, sino en la disciplina de acero forjada cada vez que el 'no' de un casting le pagaba la factura de la voluntad del mes siguiente.
No 'fracasó'. Se atrevió. Y al hacerlo, aprendió que la resiliencia no es una palabra de moda en un curso de coaching, sino la fuerza que te saca de la cama cuando la cuenta del banco tiene menos dígitos que la temperatura exterior.
Quizás el acto más revolucionario hoy no sea solo perseverar. Es quedarse. Es pintar en un trastero, escribir robándole horas al sueño, ensayar en un local compartido con otras tres bandas que suenan a la vez. Porque un lugar sin sus mal llamados «fracasados» vocacionales, sin aquellos que lo intentaron con todo en contra, es solo un escenario carísimo, un parque temático con las luces encendidas y el alma en venta.
La verdadera medida de nuestra sociedad no está en los nombres que triunfan, sino en el oxígeno que les dejamos a los que todavía están peleando. Al final, la pregunta no es si ella lo consiguió. La pregunta es si nosotros dejaremos que alguien como ella pueda, siquiera, volver a intentarlo mañana.
El auténtico fracaso no es el telón que cae antes del aplauso, sino el guion que nunca se escribe, la partitura que se ahoga en el silencio de la prudencia. Esa es la auténtica hemorragia social: una generación de talentos mutilados por el pánico a la precariedad, un ejército de futuros posibles que capitulan sin haber librado una sola batalla. El que no lo intenta ya ha aceptado la derrota más íntima, la que se susurra al espejo cada mañana. Se condena a vivir con el fantasma de la vida que pudo ser, un lastre mucho más pesado que cualquier deuda. La herida de nuestra protagonista, si es que existe, cicatrizará; es el peaje de los valientes. Pero el vacío de quien renuncia por miedo a la primera factura es un desierto que se expande, devorando no solo un futuro individual, sino nuestro porvenir colectivo.
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