La corrupción estructural
No hay que engañarse: cambiar esto no es cosa de un día ni de una sola ley. Hace falta algo más hondo, un giro que sacuda los cimientos
No se esconde en las sombras; se sienta a nuestra mesa, se disfraza de pragmatismo y nos susurra al oído que la integridad es un ... lujo para idealistas. Hemos dejado de luchar contra un enemigo para empezar a imitar sus métodos, convirtiendo la supervivencia en una carrera hacia el fondo donde la única regla es que no hay reglas. Y así, cada ley que se apila para combatirla se convierte en una ironía más, un decorado en el teatro de nuestra propia resignación.
No son cuentos lejanos; son pedazos de nuestro día a día, tan comunes que casi los aceptamos como el aire que respiramos. Y detrás de esos gestos pequeños, casi invisibles, hay algo más grande: un sistema que los alienta, que los convierte en norma, que nos dice que así son las cosas y que no hay más remedio que adaptarse.
Nace de la avaricia, de esa hambre que no se sacia y que convierte al otro en un medio, no en un fin. Surge de una manera de entender la vida donde el éxito se mide en billetes y el poder se gana a cualquier precio, aunque sea sobre las espaldas de quienes apenas pueden sostenerse. Es el resultado de una sociedad que, cansada de tanto engaño, ha dejado de vigilar, que ha cerrado los ojos para no ver cómo la decencia se deshace.
Hay que rehacer el sistema, desmontar las reglas que premian al tramposo y protegen al fuerte
Los ejemplos nos rodean. Son heridas pequeñas que sangran despacio, pero que juntas nos desangran como pueblo. Y no es de ahora ni de antes; es de siempre, una herencia que arrastramos y que, por mucho que cambien los nombres o las fechas, se niega a desaparecer. Porque la corrupción no es solo el robo descarado, el desvío de millones que nunca veremos. Es también la traición cotidiana, el desprecio a quien confía, a quien pone su esfuerzo en un proyecto común que luego se quiebra. Es el jubilado que estira la pensión mientras otros se enriquecen a su costa, la madre que ahorra migajas para un alquiler imposible porque el mercado está trucado, el joven que se marcha con una maleta llena de sueños que aquí no caben. Es el mensaje tácito de que el sistema no está para ti, sino para los que saben jugarlo.
Estamos atrapados en una rueda que no para. Por cada escándalo que sale a la luz, por cada intento de limpiar las instituciones, el fondo sigue intacto. Los poderosos se renuevan, pero el juego no cambia: son piezas de una maquinaria que funciona porque la dejamos funcionar. Y cuando las estructuras se tambalean, cuando la justicia se tuerce o el gobierno se olvida de a quién sirve, el hueco lo ocupan los de siempre, los que medran en la sombra.
Entonces, ¿por qué seguimos así? Tal vez porque el camino recto asusta, porque exige demasiado. Es más fácil justificar el desvío, el apaño, el «qué le vamos a hacer». Pero también porque nos han convencido de que esto es inevitable, de que la naturaleza humana es así, egoísta y torcida, y que pretender otra cosa es perder el tiempo.
Sin embargo, el precio lo pagamos todos. Cuando la confianza se rompe, cuando el «todos roban» se convierte en verdad asumida, lo que se pierde no es solo dinero: es la fe en lo colectivo, la idea de que podemos ser mejores. La corrupción nos roba el futuro, nos deja un país a medio hacer, una democracia que cojea. Sobre las ruinas de esta confianza rota, se alzan ahora quienes denuncian el fuego mientras ocultan el bidón de gasolina. Este es el verdadero abismo al que nos asomamos. El problema ya no es solo la corrupción estructural que conocíamos, sino su instrumentalización por parte de quienes, habiendo sido parte del problema, nos venden una solución que es veneno.
No hay que engañarse: cambiar esto no es cosa de un día ni de una ley. Hace falta algo más hondo, un giro que sacuda los cimientos. No basta con señalar al corrupto, con pedir cabezas o ajustar normas que luego se saltan. Hay que rehacer el sistema, desmontar las reglas que premian al tramposo y protegen al fuerte. Hay que abrir las ventanas, dejar que, entre luz, que se vea quién hace qué y por qué. Pero, sobre todo, hay que cambiar a las personas, y eso es lo que duele, lo que pesa, lo que parece un imposible.
Mira a tu alrededor: el tendero que no engaña con el cambio, el maestro que sigue enseñando, aunque el sistema le falle, la vecina que organiza la protesta por el centro de salud. Ahí está la chispa, la prueba de que podemos ser distintos. El cambio empieza pequeño, en lo que hacemos cada día, en negarnos a ser cómplices, en exigir lo que es justo no solo para nosotros, sino para todos.
Frente a esto, la única salida es una revolución interior, un cambio que va más allá de la política y alcanza la propia definición de lo humano. Es entender, de una vez por todas, que no se roba la esperanza de un pueblo. Que no se engaña a quien te confía su futuro. Que no se manipula el dolor para acumular poder. Que no se inician guerras por botines económicos ni se señala al diferente para desviar la atención.
¿Tienes una suscripción? Inicia sesión
Comentar es una ventaja exclusiva para suscriptores
¿Ya eres suscriptor?
Inicia sesiónNecesitas ser suscriptor para poder votar.