Kafkianismo koxkero
Solo saqué en claro que mi amigo defendía su inocencia, que estaba divirtiéndose y disfrutando la fiesta como los demás
El teléfono me arrancó del sueño en mitad de la noche. De la oscuridad surgió una voz pronunciando el nombre de un amigo al que ... habían detenido por imprecisas razones. Rápidamente me vestí y salí a la calle; la ciudad seguía abarrotada a tan altas horas, un gentío celebraba al patrón. Tarero-tarero... Me costó abrirme paso en medio de aquel zurriburri para llegar a la comisaría. Una vez allí pregunté a un policía por lo sucedido, pero su tono de voz era tan bajo −o quizá es que había tanto ruido− que nada entendí. Solo saqué en claro que mi amigo defendía su inocencia, que estaba divirtiéndose y disfrutando la fiesta como los demás.
Se organizó una rueda de reconocimiento con los testigos y los presuntos culpables. Como tenían prisa y faltaban figurantes para completar el quinteto de sospechosos, los funcionarios decidieron incluirme: «Es solo un trámite, tranquilo, te metemos como relleno». Hube de vestirme de cocinero festivo, imitando el atuendo de los restantes acusados. Era la primera vez que me veía con esa facha. Nos hicieron entrar y salir, primero con el gorro calado, luego con el tambor; nos pidieron tocar el tarero-tarero. La situación me parecía irreal.
Sin tiempo para quitarme el traje, me entraron en el despacho del inspector jefe quien me recibió con una puñalada: todos los testigos me habían identificado. ¡Qué disparate! Dos horas antes estaba en brazos de Morfeo, nunca salgo en fiestas porque me agobian y en mi vida me disfracé de cocinero. Además, vine a comisaría voluntariamente a petición del amigo. Mi abogado consiguió que se celebrara una segunda rueda: «No te apures, vamos a aclarar este grotesco asunto en un pispás». Sucedió lo contrario.
Por la mañana pasé vista ante una jueza que estaba más pendiente de la pantalla que de la causa: «Ya perdonarás, pero es que mi hija desfila con la ikastola». No quería perderse ese momento estelar en Teledonosti. Tarero-tarero... En realidad, a nadie le importaban mis alegaciones. Todos los testigos me señalaban como culpable y las víctimas exigían que se me encerrara de forma inmediata.
En un viejo bote, fui trasladado a la isla de los condenados. La mazmorra exudaba humedad, olía a pescado putrefacto y el graznido de las gaviotas me martilleaba la sesera. Por la ventana enrejada se veía La Concha. Me sentí un Edmundo Dantes, el conde de Montecristo, en versión koxkera. Sobre las paredes, unos gusanillos de roca se deslizaban mansamente. Cogí un puñado y, con un palo a modo de tenedor, los serví en la escudilla. A punto de ingerir el primer bocado de angulas, me desperté.
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