El peso de las letras
Se ha comparado la lectura con la digestión: no podríamos vivir con todo lo comido en las tripas ni con el recuerdo de todos los libros leídos
Como crítico literario de periódicos y revistas, durante décadas recibía regularmente lotes de novedades que, una vez leídos o tan solo hojeados, empadronaba en su ... domicilio junto a la abundante colección de ejemplares adquiridos en librerías. Según lenguas, la suya era la biblioteca personal más grande de Donostia. Él lo relativizaba con ese vozarrón que emergía de entre sus barbas mosaicas acompañado del característico bizqueo que parecía poner en cursiva todas sus afirmaciones: «Yo no sé... Supongo que habrá otras aún más pobladas».
Al encontrarnos en el barrio, trenzábamos parrafitos de temática biblioadicta. «Quienes no tienen esta manía malamente entienden que acumulemos libros sin leer y que no estemos dispuestos a desprendernos de ellos porque cada uno tiene su lugar y su sentido en nuestra biblioteca». Lo que me llevó a comentarle que los griegos veneraban la biblioteca de Alejandría como un 'hospital para el espíritu': «Di que sí, Santiago, que en casa letrada la biblioteca cumple una función más de botiquín que de despensa». Holgados por esta idea, nos vinieron sucedidos donde, en un trance de soledad, de inquietud, de melancolía, o atascados en la redacción de cierto artículo, nos socorrió un tomito que permanecía en estado de hibernación desde ni se sabe cuándo sobre una balda polvorienta.
Santiago Aizarna poseía una memoria literaria extraordinaria. Podía recitar textos aprendidos en su juventud, y citaba autores y obras raras u olvidadas con tal frescura que le abría a uno la apetencia por sus páginas: «Ya te prestaré un ejemplar que he de tener por casa... si lo encuentro». Contra la frustración que como lectores experimentamos por no recordar cuanto hemos devorado, nos consuela el caviloso Schopenhauer comparando la lectura con la digestión y la metabolización: así como no podríamos vivir con todos los alimentos ingeridos en las tripas, enloqueceríamos si recordásemos todos los libros leídos.
En una ocasión le encontré portando grandes bolsas llenas de volúmenes para su volcado en el reciclador azul. Gesto, si no sacrílego, al menos poco habitual en nuestra hermandad de letraheridos. Sintiose en el deber de justificarse: «Son títulos de chichinabo que ni por eso quisiera mandarlos a la pulpa, pero no me queda remedio...». Su ojo intermitente se aceleró: «Es que el suelo se me está hundiendo bajo el peso de la biblioteca». Le propuse un título literario para la circunstancia: 'La caída de la Casa Aizarna'. Reímos juntos por última vez.
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